Dados sin suerte

Escribe: Carlos Verucchi.


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

¿Hasta dónde gobierna el azar? ¿Cómo nos atrevemos a establecer vínculos causales entre hechos a todas luces desconectados entre sí? Matías Verna (Azul, 1979) ensaya una posible respuesta y, fiel a su condición de poeta, se vale para ello de una metáfora. Las flores no eligen dónde crecer, asegura, lo hace el viento, que con “sus trampas al azar / disparando semillas / sobre la tierra negra” dispone jardines a su antojo. En ese azar, simbolizado en los caóticos remolinos de la brisa de cualquier atardecer, se esconde no sólo el destino de las flores sino de todas las cosas, de uno mismo incluso.

En esos remolinos están los ojos de la chica que nos mira desde la vereda, tres casas más adelante en dirección a las vías, en el Barrio Del Carmen, en Azul. Y cuyo amor, tanto en la posibilidad de concretarse como en su eventual intensidad y duración, no podrá jamás ponerse a resguardo de la adversidad, y se mantendrá a merced de esa brisa que sopla sin método y sin sentido, para sostener ese aciago presagio que hallamos en uno de los versos de “Padrastro”: “tal vez el amor es eso que pasa y ya no está”.

Cuando conocí a Matías Verna me confesó que para él, hacer poesía era “mostrar lo que no se ve”. Y realmente nunca veremos esos “dados sin suerte” que hacen piruetas en el aire y sellan el destino de quien escribe los versos de “Padrastro”, y de Florencia, su vecina adolescente. Nunca veremos los caprichosos hilos que desmienten lo que la ingenuidad del sentido común nos hace diferenciar como causa y consecuencia (“Pájaros negros / vuelan / creando tempestades”).

Los veintiocho poemas de “Padrastro” (último y recientemente publicado libro de Matías Verna) tienen la particularidad de jugar con esos lazos invisibles que conectan entre sí partículas elementales de realidad. Pueden leerse como veintiocho piezas individuales y resultan en tal caso totalmente consistentes. Pero también pueden leerse como una sucesión de elementos que confluyen en una historia, que permiten vislumbrar una trama y un contexto precisos. Así, “Padrastro” resulta mucho más que la acumulación de veintiocho poemas, al valor intrínseco de cada uno de ellos debe sumarse la agradable sensación que provocan en el lector cuando se los sopesa en su conjunto, en su armoniosa unidad.

No por repetida y cotidiana, la situación que se presenta en “Padrastro” resulta menos aberrante. El flagelo de la violencia de género se ofrece allí en su versión más cruda, más dramática. Pero afirmar que la poética de Verna intenta denunciar o poner en evidencia el drama de la violencia de género sería limitar su alcance. “Padrastro” es mucho más que una denuncia, es, por el contrario, un honesto y valiente intento de autocrítica colectiva, un ensayo que pretende descubrir los orígenes de esa violencia, la incapacidad para desprendernos de una cultura fuertemente arraigada, el rol decisivo que juegan ciertos prejuicios. Lejos de mirar el problema desde afuera, el autor se mete de lleno en el barro para dejar en evidencia no solo la brutalidad del macho que golpea sino también la de todos: para los vecinos del barrio, la mujer golpeada es una “negra puta”. El joven y enamoradizo vecino de Florencia no se presenta como alguien exceptuado de sospecha, mantiene, por el contrario, en su interior, una disputa que lo hace tambalear entre el horror por lo que ve o imagina y el intento de renunciar a sus instintos mejor escondidos: “Me regala un chocolatín blanco / como si supiera quién soy”, advierte. Y más adelante confiesa su pesadilla: se ve desnudo en la cama, transpira, no está solo, “el padrastro estaba dentro de mí” grita desesperado. La tentación de la salida violenta es lo que lleva adentro, y entonces el límite entre víctima y victimario se presenta algo difuso, borroso. Y el golpeador mismo, el padrastro, el macho violento, en virtud de esos preconceptos tan arraigados y para demostrar que nadie puede escapar de ciertos prejuicios (ni siquiera el poeta, en este caso) no podía ser otro que un camionero que toma vino tinto en caja.

El fresco que resulta de esta compleja combinación, sostenido por una poesía admirable, deja al lector entumecido. Tal vez no exista mérito mayor en un libro que dejar al lector alterado por varios días, buscando permanentemente nuevos vericuetos por donde extender esos pensamientos que quedaron latentes, esas ideas vivas y nerviosas que escapan por caminos inverosímiles.

¿Cuántas cosas innecesarias se nos imponen forzosamente en la sociedad actual? ¿Cuántos objetos que no necesitamos nos ponen en nuestras manos las leyes del mercado, las reglas del consumo? ¿Cuántas insignificancias aceptamos, dócilmente, leer y escuchar sin detenernos a pensar si realmente queremos hacerlo? Y resulta que de buenas a primeras nos encontramos con “Padrastro” ―un libro breve, corpóreamente pulcro, escueto, modesto en las formas de su geometría, tal vez no demasiado tentador para esas leyes que gobiernan el mercado― y recién entonces comprendemos qué es imprescindible y qué es superfluo.

¿Cómo puede ser que un libro tan necesario como “Padrastro” no logre meterse en esa ignominiosa maquinaria de producción editorial o comercial o cultural o como quieran llamarle y tenga que apelar a una iniciativa independiente, casi artesanal, para llegar a los lectores? Maquinaria que sí es capaz de fabricar heladeras que nos hablan y se conectan a Internet y tienen pantallas de veinte punto cinco pulgadas o calefactores inteligentes y miles de otros objetos inútiles. ¿A qué nivel de decadencia tiene que descender una sociedad para que estos bellos veintiocho poemas no sean atractivos comercialmente hablando (a gran escala, claro), y sí sean atractivos y económicamente viables los llaveros con el escudo de San Lorenzo fabricados con una impresora “3 D”?

Pero ojo, hoy no estamos recomendando un libro. Simplemente estamos alertando: nadie debería transitar estos días en la tierra sin leer los poemas de Verna, ni de muchos otros poetas que como él deciden jugarse la vida en tres versos, invertir mil noches de insomnio en esa metáfora que los justifique, buscar durante años la música que se esconde en esas cuatro sílabas bien hilvanadas, pronunciadas con firmeza, en esa combinación de palabras que toquen fibras adormecidas y que, como los negros pájaros, sean capaces de desatar tempestades.

Aunque si vamos bien a fondo, y sin que esto vaya en desmedro de lo que afirmamos antes, debemos ser honestos y reconocer que en última instancia no es para nada original el mensaje que intenta dejarnos Matías Verna. El propósito de su arte, en definitiva, da vueltas sobre un concepto remanido,  demuestra una vez más una verdad de perogrullo. Verna irrumpe con su poesía ante nosotros ―indefensos lectores― para probar lo que ya nos habían dicho, para insistir sobre algo que es un secreto a voces, para confirmar una vez más la razón de ser de la literatura misma: un buen libro nos cambia la vida.

Y entonces, prevenido ya sobre los irreversibles efectos de los buenos libros, me atrevo a afirmar que todo aquel que lea “Padrastro” será, a partir de entonces, un poquito mejor.

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