El fútbol, mi viejo y yo

Por: Marta Casanella

México 86. Alemania 2- Argentina 2. El seleccionado nacional no logra dominar la pelota al piso. Le llega a Diego El Grande que, como si tuviera ojos en la nuca, le tira un pase limpio al Burru que corre como si la vida se le fuera en ello. Y el gol. Impecable. Glorioso. Sublime. El gol del campeonato.

Ese gol lo vi con mi viejo. En la casa de Cecilia y el Paisano. Creo que fuimos ahí porque ellos tenían TV color y nosotros no. La primavera alfonsinista nos daba trabajo y comida pero no lujos. Esa situación, en retrospectiva a la oscura pobreza de la dictadura nos sabía a gloria conquistada.

Cuando la pelota entró, mi viejo se arrodillo en el suelo y apretó los puños, sin decir palabras. Sobre esas rodillas rotas por culpa del trabajo en la fábrica. Con esa torpeza que le valió el apodo del Tioco. Y ahí, confirme un par de cosas que presentía, entendí alguna otra y me propuse algunos objetivos.
Mi viejo no sabía reírse. Tampoco sabía llorar. Ni decir te quiero.

Ese hombre que recitaba de memoria la Constitución Nacional, las verdades peronistas, poesías completas, letras de tango y pasajes de algún libro que le habían gustado. Que resolvía problemas matemáticos a la perfección, que escribía sin errores y con una caligrafía admirable. Todo eso con un sexto grado de primaria. Que admiraba a Mussolini, a Perón y al Che Guevara sin sentir contradicción.

El ateo enojado que maldecía a todos los santos, a Dios y a la Virgen María en cuanta ocasión encontraba. Ese hombre, no sabía demostrar las emociones. Ese tirarse de la silla al suelo y apretar los puños sin que un sonido le salga de la garganta, lo confirmaba.

Entendí, en ese instante, que el camino para comunicarme con mi viejo era el futbol. La otra pasión, la política, era inviable. Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista y yo no estaba en esas filas.

Me propuse, lentamente, algunos pequeños enormes objetivos. Que yo tenía la obligación moral, al haber heredado parte de la capacidad intelectual que el tenia y había desperdiciado con el brutal trabajo de picapedrero, de estudiar y superar las condiciones en las que él había nacido. Que mis hijos iban a ser aún mejores que yo. Que yo iba a poder reír y llorar. Que las emociones estaban ahí por algo y para algo. Que iba a desparramar te quieros por doquier hasta mi último suspiro

Me propuse compartir todo el futbol que pudiera con él. Mirar partidos en silencio. Gritar poco y sufrir mucho con la gloriosa Academia y con la Selección. Algo de suerte y mucho trabajo nos permitieron concretar los planes. Con el auge de trabajo del 86/87 nos mudamos al centro a una casa de alquiler.

Trabajaba toda mi familia salvo yo que estudiaba el secundario en el Colegio Nacional. Nos sacamos una rifa que nos daba a elegir entre una moto y un Televisor color. Mi viejo me dejo optar a mí. Obvio, el televisor. Con el, podíamos ver más futbol. Sin movernos de casa. Y llorar a escondidas.

Rusia 2018. Rojo clava la pelota con esa volea imposible, impensada. Y nos eleva al cielo de la pasión desaforada.

Yo, tiro las muletas al suelo, levanto los puños cerrados al cielo y solo me sale decir en voz baja, casi inaudible “decime que entró, decime que entró….” porque las lágrimas no me dejaban ver bien el televisor.

En ese instante mi hijo me miró con detenimiento, unos segundos. Eternos segundos en que un hijo adolescente de hoy en día, detiene la mirada en su madre.

Estoy casi segura, no me atreví a preguntarle, que pensó que su mama no sabe llorar, ni reír, ni abrazar en un gol. Que no abundan madres así. Que el futbol es una excelente manera de poder estar conmigo sin discutir. Porque la política es inviable. Para un progresista no hay nada mejor que otro progresista y él no está en esas filas.

Quien sabe, tal vez, se haya propuesto ser mejor que yo. Superarme. Dentro de treinta años, recordar como si fuera ayer cuando un albiceleste fue a buscar lo imposible y se convirtió en eso que somos cada uno de los cuarenta millones que habitamos este país: artífices de lo imposible.
Y también, por qué no, se haya propuesto, regalar abrazos hasta su último suspiro y tener menos miedo a que te vean llorar.

 

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