El nuevo diccionario de la Real Academia

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Muchos conservadores de la lengua, ortodoxos fieles a las convenciones establecidas por instituciones de dudosa reputación como la Real Academia Española, esgrimen como argumento fundacional en su avanzada contra el lenguaje inclusivo el famoso: “la real academia no lo reconoce”.


¿Por qué razón habría de existir una institución con autoridad para regular la lengua? No se me ocurre ninguna respuesta medianamente coherente, más bien me surgen nuevas dudas: si una institución de esta naturaleza se hubiera fundado en el año 200, ¿compartiríamos hoy en día un lenguaje común con los italianos y los franceses, con los catalanes y los portugueses? Disculpe el lector tan inoportuna rima. La respuesta está a la altura de cualquier aspirante a prekinder… No, definitivamente no. Porque intentar regular el idioma (tranquilamente hubiera podido usar la palabra normar, que la RAE aprueba, pero cierto dejo de buen gusto me lo impide) resulta tan absurdo como pretender que las manzanas se caen al piso porque lo estableció Newton a través de una formulita matemática.


A ver… ríspidos apologistas de leyes y normas, insensatos defensores de ataduras y restricciones reaccionarias, nostálgicos de las lecciones de la señorita de tercer grado: las personas hablan como les da la gana, el lenguaje se adapta a las necesidades de comunicación que las circunstancias imponen, el lenguaje vive, se ajusta, se transmuta, adopta nuevas formas, refleja las necesidades más inmediatas y busca los recursos que resultan más apropiados para transmitir las inquietudes de la época. Y qué bueno que así sea, porque en caso contrario ¿de qué vivirían los zánganos que laburan en la Real Academia?
Porque al contrario de lo que entiende mucha gente, la Real Academia no decide cómo debemos hablar, cumple una misión inversa: nosotros hablamos y ellos establecen un marco formal en función de cómo nosotros hayamos decidido hablar.


Por otro lado, convengamos en que autodenominarse “Real” resulta como mínimo pretencioso, por no decir desubicado, ¿se puede ser más anacrónico? ¿Es posible alardear con más ínfulas? Claro que no. ¿No sería hora de que le cambiaran el nombre y quitaran ese resabio infame que los ampara en la realeza?
Veamos qué términos ha reconocido tan insigne institución en su última actualización. Son miles, sólo revisaremos unos pocos. Cubrebocas, hisopado o nasobuco, burbuja social, vacunología, ¡miren si no estarán atentos a las nuevas necesidades estos tipos! También han incorporado palabras como bitcóin, bot, ciberacoso, ciberdelincuencia, criptomoneda, geolocalizar o webinario, palabras que pasarán de moda en menos tiempo del que necesitaron para ser reconocidas.


Impresionante trabajo de estos guardianes de la tradición flemática de Castilla, unos mostros (RAE: 1. m. desus. monstruo). Ahora, eso sí, imposible que aprueben el todos y todas, el todes, el lenguaje inclusivo.
La razón es imple, el todes no es la mera incorporación de una palabra que responde a una definición novedosa o a una exigencia repentina: es, por el contrario, una propuesta completamente política.
El todes es más que el rechazo a un lenguaje machista, es la última manifestación de rebeldía, es la demostración flagrante de que estamos de pie, de que estamos hasta la coronilla, de que el borde del ataque de nervios lo pasamos hace rato, de que mal o bien ¡resistimos!


La finalidad es incordiar, y si el todes incordia (hasta el Word se desconcierta con esa palabra y la subraya con una viborita roja), bienvenido sea… Si el todes vino a prodigar bufidos de eunucos, entonces ¡que viva el todes!

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