La educación en tiempos de crisis


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

A modo de actualización o continuación del ya clásico ensayo de Guillermo Jaim Etcheverry “La tragedia educativa” (1999), Sudamericana acaba de publicar “Educación: la tragedia continúa”.

La perspectiva pesimista que mostraba el autor (médico argentino, investigador principal del CONICET y rector de la UBA entre 2002 y 2006), lejos de haber disminuido, se presenta en este nuevo libro aún más desesperante que hace veinte años.

Basado en estadísticas actuales y a partir de análisis comparativos con otros países, Jaim Etcheverry comienza su ensayo describiendo la educación argentina en términos globales. Mientras que Canadá ha logrado que el 100% de sus habitantes mayores de veinticinco años tengan escuela secundaria completa, Corea un 96% y Chile (¿nuestro más inmediato competidor o ya no?) un 81%, Argentina, que alguna vez fue punta de lanza en materia educativa a nivel latinoamericano, sólo alcanza un magro 65%. Siempre sobre un universo de mayores de veinticinco años, nuestro país presenta un 14% de graduados universitarios contra un 40% de los países del primer mundo.

En las pruebas PISA (muy cuestionadas pero igualmente consideradas como una referencia válida por el autor), el rendimiento observado en estudiantes de nuestro país está entre los peores y sin mostrar el más mínimo atisbo de un cambio de tendencia a lo largo del tiempo.

Las cifras no solo resultan preocupantes en países como el nuestro sino también en muchos del primer mundo, como Estados Unidos, por ejemplo, Israel, varios países de Europa. El rendimiento de las y los estudiantes de esos países, en comparación con los asiáticos (China, Corea, Taiwán, Japón) es sensiblemente menor. Lamentable paradoja la de Latinoamérica: nos “invitan” a ser parte de occidente y, antes de llegar a gozar de los beneficios de esa pertenencia, nos arrastran irreversiblemente en su decadencia.

Una de las más agudas observaciones de Jaim Etcheverry se enfoca ya no en el problema del aprendizaje sino más bien en qué se entiende en estos tiempos que corren por educar. ¿Para qué tiene que preparar la escuela y la universidad a los jóvenes? ¿Para ser eficientes en las funciones que en el futuro demandará de ellos el sistema económico imperante en el mundo? El autor, al intentar aclarar esta disyuntiva, se inclina por una educación que persiga el conocimiento no tanto en términos mercantiles sino más bien espirituales. Para el autor, pareciera que la escuela actual forma futuros empleados eficientes en lugar de humanos pensantes y creativos. Paradójicamente, son los empresarios los que reclaman un cambio de paradigma en los diseños curriculares, y no los políticos, quienes siguen obnubilados por formar a futuros ciudadanos que dominen  las ‘tecnologías de punta’ o los últimos adelantos tecnológicos.

No resulta recomendable, desde la perspectiva del autor, una especialización desmedida y temprana. Por el contrario, la escuela (y en cierto modo también la universidad) deberían proponerse como objetivo primordial una formación más general, donde tópicos vinculados a las ciencias humanas y sociales ocuparan un lugar de privilegio. Apuntalada, esta formación, por una sólida capacidad para interpretación de textos, para la expresión oral y escrita, para el desarrollo de razonamientos y argumentos con los cuales sea posible sostener una postura, y con conocimientos avanzados de lógica, matemática y ciencias naturales. Si alguien lograra una formación adecuada en estos tópicos, afirma el autor y ofrece como sustento la opinión de muchos empresarios, no debería tener ningún inconveniente en aprender robótica, marketing o administración de empresas cuando sus obligaciones laborales se lo exijan.

Pero Jaim Etcheverry va más lejos aún en su razonamiento y se anima a dudar sobre el sentido que la educación formal y obligatoria conserva en la actualidad. La escuela ―afirma― ya no cumple con la misión democrática o igualitaria para la que fue creada. El objetivo fundamental de la escuela, concebida en términos modernos, fue el de garantizar la igualdad de oportunidades, de obligar a la hija del obrero a compartir el aula con el hijo del empresario, a sentar en el mismo banco y escuchar las mismas lecciones al hijo del carpintero y del médico del pueblo. Esa característica se ha perdido (en Argentina podríamos decir que se perdió en los noventa cuando proliferaron los colegios privados). Ahora, en cambio, los ricos van la escuela con los ricos y los pobres con los pobres, impidiendo que aquella amalgama a la que nos obligaba la educación totalmente pública permita abrir la mirada, tomar nota de otras realidades, educar en la diversidad, única manera posible de construir una sociedad solidaria.

En estos tiempos de cuarentena que corren, muchos padres nos hemos vistos obligados a reflexionar no solo sobre la importancia de la educación y el espacio central que ocupa el colegio en la vida de nuestros hijos, sino también en lo extremadamente compleja que resulta la labor de educar. Hoy más que nunca resulta acertado y actual el viejo proverbio africano que reza: “Para educar a un niño, se necesita un pueblo entero”, afirma Jaim Etcheverry. Sin embargo (y esta afirmación corre por cuenta del autor de esta nota y no del ensayo que hoy reseñamos), el terrible sacudón que sufre todo el sistema educativo a raíz de la pandemia, podría ser el punto de partida para una reformulación general de ciertas prácticas o estrategias educativas. De manera tal de sacar provecho de una situación que en principio se ofrece lamentable, aprovechar la crisis para salir mejores, buscar a través de la actual coyuntura un nuevo rumbo. De hecho, la velocidad de reacción de todo el sistema, desde el ciclo primario hasta la universidad, para adaptarse a los tiempos de pandemia, ya de por sí evidencian síntomas alentadores.

  “La tragedia educativa” lleva veinticinco ediciones publicadas en nuestro país. El nuevo enfoque actualizado y ampliado que Jaim Etcheverry le da a esta continuación, resulta no menos imprescindible que el primero. Su lectura resulta casi obligatoria si no queremos ser víctimas de la profecía de Sarmiento: “¿No queréis educar a los niños por caridad? Pues hacedlo por miedo, por precaución, por egoísmo. Moveos, el tiempo urge; mañana será tarde”.

Mañana será tarde.

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