La tarde que Borges pasó por Olavarría

Escribe: Carlos Verucchi


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Discutíamos hace algún tiempo con un grupo de amigos respecto a si Borges había visitado alguna vez nuestra ciudad. Si estuvo no quedaron registros, era la opinión generalizada. Preguntamos a los más memoriosos (permítanme el eufemismo que evita un adjetivo peor), había algunos recuerdos sin tiempos precisos, borrosos, como si el mismo Borges nos susurrara al oído su famoso “estamos hechos de olvido”.

La más sensata de todo el grupo propuso consultar al archivo histórico municipal. El recorte llegó a los pocos días. Un recuadro pequeño y sin demasiado detalle anunciaba que como parte del ciclo de actos culturales organizado por el Club Español, el señor Borges, “destacado crítico literario”, ofrecería una charla sobre literatura fantástica. El recorte lleva fecha de agosto del año 1949.

Hasta aquí la fecha y el dato concreto, un lugar, cierta circunstancia. A partir de acá la imaginación estimulada por un recuerdo similar que recupera Ricardo Piglia en sus memorias. Un ejercicio estéril de rellenar con mentiras los huecos que deja la pretendida verdad que se escribe en los diarios. Una licencia que nos tomamos para cubrir con lo que hubiéramos querido que fuera, o con meras acciones entretenidas, aquello que ya nunca sabremos cómo fue en realidad, ¡nada que esté afuera de los artilugios que utiliza cualquier buen historiador, vamos…!

El peronismo toca su techo. La Argentina, o al menos una de las dos argentinas, alcanza su momento de gloria, la aceptación del modelo y el desarrollo económico alientan ingenuas pretensiones de perpetuidad, el primer plan quinquenal supera las expectativas, el futuro promisorio por delante. Sin embargo, no son buenos tiempos para un Borges que ha quedado sin empleo, sus opiniones causan irritación y sus ideas políticas lo sumergen en el ostracismo. Lo mejor de su obra ya fue escrito pero todavía no ha llegado a lectores que puedan ponderar el verdadero alcance de sus textos, no cualquier lector puede apreciar un cuento como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Algunas traducciones recién llegan a Europa, toda obra necesita tiempo para trascender, incluso también necesita tiempo para caer en el olvido aunque no sea éste el caso. Empieza, de a poco, a volverse ciego.

De algún modo tiene que ganarse la vida. Se ofrece para lo único que sabe hacer: hablar de literatura fantástica como metáfora del mundo. Recorre pueblos del interior. Las entidades públicas destinan un porcentaje de sus presupuestos a actividades culturales, lo consideran un gasto innecesario pero al mismo tiempo una estrategia para mostrar cierto apego a la literatura que queda bien, resulta hasta si se quiere algo snob.

Hace frío y son muy pocos los olavarrienses que se animan a llegar hasta el Club Español. Borges carraspea afinando la garganta como para empezar pero falta público. Alguien (cito a Piglia aunque el lugar y la fecha sean otros) sale a buscar voluntarios para engrosar las butacas de un auditorio que a todas luces resulta excesivo. Camina hacia la plaza y le pide a los viejitos que conversan en un banco que asistan a la conferencia, ahí adentro van a estar más calentitos, les dice, se quedan un rato haciendo como que escuchan y después se toman un vino. Así sigue, recolectando falsos interesados por la más bastarda de las corrientes literarias, una rama de la literatura que nadie toma muy en serio.

Recorte del diario El Popular del 28 de agosto de 1949

El auditorio toma forma, “pocos interesados pero todos devotos de sus cuentos, maestro”, se justifica alguien de la organización del acto (menos mal que en esa época no se usaba todavía la definición de “evento”, en caso contrario habrían tenido que explicarle semejante despropósito al invitado). Y entonces sucede lo más absurdo y maravilloso, Borges empieza a hablar como si realmente estuviera hablándole a un público que no ha hecho otra cosa en su vida que leer a Chesterton. Desarrolla una conferencia que ha preparado con la misma dedicación que hubiera puesto si tenía que ofrecerla para un comité de especialistas, se enfrasca en su diatriba como si estuviera confiándoles el secreto de la existencia (tal vez lo estuviera haciendo), y ese puñado de impostores que esperan el vino de honor o atemperan la gélida tarde de la llanura, perciben esa devoción, se dejan intimidar por la mirada que se pierde en el vacío buscando una inspiración innecesaria. Alguno de ellos tal vez pida mañana en la biblioteca un libro de Schopenhauer.

Borges constituye (y ahora dejamos a Piglia) una contradicción más entre las tantas que tenemos los argentinos. Unitario y al mismo tiempo apologista del gaucho, enamorado de su coraje más que nada, un escritor decimonónico que se convierte en el mejor escritor del siglo XX, autor de una obra que no encaja en ninguna clasificación, que le escapa a todo intento de fijarla dentro de un género más o menos definido, un Maradona sin el gol con la mano a los ingleses, un Guevara cobarde, un aristócrata sin hectáreas y con goteras en el techo, el mejor poeta sin haber conocido el amor, la inteligencia más fina en el país de la barbarie…

Una tarde pasó por Olavarría.

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