La vuelta del “gordo” Carreño

El caso Maldonado profundiza la grieta.


Carlos Verucchi / En Línea Noticias (carlosjverucchi@gmail.com)

 

Los chicos llegan al Teatro Municipal como si formaran parte de escuadrones militares. En fila, con sus guardapolvos impecables y en completo silencio. Dos y hasta tres maestras por grado permanecen alertas para que nadie hable más alto de lo aconsejable. Ellas saben perfectamente de dónde pueden venir los problemas y siguen, de reojo, los movimientos de los más revoltosos de cada grupo. Una mirada severa, a tiempo, muchas veces puede evitar un reto inoportuno y desagradable entre tantos colegas.

 

El teatro está casi lleno cuando de repente los ánimos se inquietan y las maestras no pueden evitar el griterío. Todos miran hacia atrás y comprueban que Silvia Schujer camina hacia el escenario para tener un encuentro con sus lectores, una “charla” casi íntima ―a pesar de la grandilocuencia del teatro― con la que cerrará su participación en la Feria del Libro de Olavarría.

 

Unos años atrás, cuando la autora transitaba los años del colegio primario, el revoltoso de su grado era el gordo Carreño. Por lo menos es eso lo que ella misma cuenta en “Maleducada”, un conjunto de relatos vinculados entre sí por su temática y publicados por editorial “Loqueleo” en 2016.

 

Silvia no quiere subir al escenario y desconfía del micrófono que le ofrecen, se siente más cómoda cerca de los chicos, ahí donde empiezan las butacas de la platea y donde seguramente podrá tener un diálogo más distendido y cara a cara con sus pequeños lectores.

 

El gordo Carreño no era un mal alumno. El problema fue que tenía la costumbre de reírse a carcajadas en clase y de hablar en voz alta cuando la seño Ofelia estaba explicando algún tema importante en el pizarrón. Se la pasaba todo el tiempo haciendo bromas pesadas a sus compañeros y también a la maestra. Un día la seño Ofelia se hartó. A partir de ese día siguió siendo buenísima con todos sus alumnos menos con Carreño. No desaprovechaba ocasión para ponerlo en penitencia o para dejarlo en ridículo frente a sus compañeros. A todos los demás les daba un poco de lástima lo despiadada que se había vuelto la seño con el pobre Carreño.

 

Después de las presentaciones, Silvia Schujer empieza a responder las preguntas de los “peques”. Todos la han leído en el colegio. Empiezan preguntando con timidez, después siguen con picardía.

 

Ofelia, un día empezó a ser cuestionada por los padres de sus alumnos. Que no pronunciaba bien algunas palabras, que su pedagogía no era la más adecuada… Las quejas se escuchaban cada vez con mayor insistencia. Un día se reunieron todos los padres y redactaron una nota dirigida a las autoridades del colegio. Pedían su expulsión.
La directora los citó a todos y organizó una reunión en el salón de actos. Todo cuarto grado tuvo que ir a aquella reunión junto con la seño Ofelia sólo porque no tenían con quién dejarlos. En seguida, nomás, quedó en evidencia el verdadero e imperdonable defecto de Ofelia. Su pecado no pasaba por la dificultad para pronunciar algunas palabras ni por el modo en que evaluaba a sus alumnos, era algo mucho más grave que eso: les había hablado a sus chicos de política. Después de leer la carta de los padres, la directora del colegio empezó con su rosario de preguntas intimidatorias, apenas si le daba tiempo a Ofelia para ensayar una respuesta cuando ya estaba largando la siguiente.

 

Todo había empezado cuando sus alumnos sintieron curiosidad por ciertas leyendas que, misteriosamente, aparecían cada mañana en los paredones del barrio y hacían alusión al regreso de cierto político proscripto (hablamos de fines de la década del 60). Ofelia, entonces, les explicó a sus alumnos lo que sucedía dándoles la única versión del tema que era capaz de darles: la propia. Imagínense lo que habrá pensado el papá de Viviana, comisario de policía, cuando su hija le contó que la maestra en lugar de enseñarle la regla de tres simple le hablaba del posible retorno del tirano.

 

¿Por qué escribís? ―pregunta alguien que apenas logra hacerse ver asomando su carita por encima de la butaca―, y Schujer entiende que está ante el gran interrogante de todo escritor. Se toma su tiempo para responder. Duda. La pregunta queda flotando en el aire húmedo y penumbroso del teatro por unos segundos.

 

Ofelia, acosada ahora por todos los padres y por la directora, está a punto de llorar cuando escucha que por encima de las preguntas irónicas surge una voz chillona que le resulta familiar. Entonces levanta la cabeza y, como por instinto, recorre con la mirada a sus alumnos. Es el gordo Carreño, que se ha puesto de pie y grita desaforado desde el fondo del salón de actos. Y dice lo que todos sus compañeros habrían querido decir pero no se atreven: “¡Basta! ¡Basta! ¡Déjenla en paz!

 

La reunión cae en un silencio incómodo y la seño mira, tal vez como nunca antes lo había hecho, al causante de sus dolores de cabeza del último tiempo que sigue gritando que todo eso es una vergüenza, y que no vamos a permitir que sigan ofendiendo a nuestra maestra ni que sigamos acá, perdiendo el tiempo en vez de ir al aula a estudiar…
Termina la charla y algunos pequeños se acercan a la autora con un libro en la mano, ¿a quién no le gustaría tener un ejemplar de “Oliverio Juntapreguntas” autografiado?

 

Perdóneme que les cuente el final, pero a Ofelia, ese mismo día la expulsaron de la escuela.

 

Imagino a muchos maestros o profesores, esta semana que acaba de pasar, debatiéndose ante la duda de hablar o no, frente a sus alumnos, de un hecho que preocupa a todos los argentinos y ha sido noticia en todo el mundo. Muchos de ellos han recibido expresas órdenes de sus directivos de no mencionar el tema, otros, notas intimidatorias de padres que cuestionan supuestas prácticas adoctrinadoras y exigen una educación “apolítica” para sus hijos.

 

No existen hechos, sólo interpretaciones, dice Nietzsche y esto lo prueba: lo que significa una denuncia ineludible, para unos, es un intento de lavado de cerebro, para otros. El miedo al adoctrinamiento de algunos padres resulta algo ingenuo, basta con mencionar que Mitre escribió mil páginas de Historia Argentina sólo para que en los colegios se enseñara su parcial e interesada interpretación del pasado.

 

Tal vez si los docentes tuvieran la seguridad de que en cada curso se esconde al menos un gordo Carreño, se sentirían más protegidos.

 

Y Silvia Schujer encontraría con mayor celeridad, probablemente, respuestas adecuadas para preguntas incómodas.

 

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