Las sangrientas andanzas del rauchense asesino por despecho y desesperación

Catalino Domínguez era un delincuente de poca monta, hasta que un amigo se fugó con su esposa y su hija. Tras esa traición comenzó a matar. Su raid terminó en General Madariaga. A sus espaldas dejaba ocho víctimas y una senda de dolor.


Por Marcelo Metayer de la redacción de DIB

¿Qué es lo que impulsa a una persona a matar? ¿Qué lo lleva a empuñar un arma por primera vez contra otra? Las respuestas a estos interrogantes son múltiples; en el caso de Catalino Domínguez, uno de los criminales más destacados de la crónica roja argentina, todo comenzó por despecho y desesperación, ambas emociones vinculadas con el lado más oscuro del amor. Porque los primeros asesinatos de Catalino comenzaron por una traición y una infidelidad. Cuando lo ultimó la Policía, años después, llevaba en su conciencia ocho muertes e incontables fechorías, y en muchos lugares se hacía dormir a los chicos diciéndoles “que viene Catalino”; pero hasta el momento de exhalar el último suspiro recordó a Isabel, su esposa, la fugada, y a su hija Martita.

Juan Catalino Domínguez había nacido en Rauch el 4 de mayo de 1910. Tuvo una vida complicada y parece que a partir de 1933 comenzó a cometer algunos robos y hurtos en las zonas rurales de Ayacucho y Coronel Vidal. Se casó en 1935 con Isabel Criado, oriunda de Balcarce, de 18 años; él tenía 25. Allá por 1940 se habían instalado en Mar del Plata, donde trabajaba como chofer, y tuvo un proceso por lesiones.

Según cuenta Diego Zigiotto en el tomo 2 de “Buenos Aires Misteriosa”, la tragedia comenzó en 1944. En ese momento Catalino vivía junto a su mujer y a su pequeña hija en una modesta casa del barrio La Loma de Stella Maris, muy cerca del centro marplatense. Por aquellos tiempos trabajaba como jardinero y alambraba campos cercanos: “Según contaron sus vecinos, era una buena persona; tenía un trato amable y cordial con ellos y con su propia familia”.

Pero un día el hombre decidió alojar en su casa a un viejo amigo, Rafael Luchetti, que no andaba bien de plata. La rutina siguió como siempre, con mates, charlas y alguna que otra ginebra en el umbral de la casita de los Domínguez. Hasta que un día el hombre llegó de trabajar y encontró a su mujer en la cama con Luchetti. Hubo gritos, una discusión y un disparo de Luchetti que hirió a Catalino en una pierna. Se lo llevaron al hospital, donde estuvo internado varios días; Rafael aprovechó para escaparse con Isabel y Martita.

Tiempo de venganza

En cuanto salió de alta, Catalino comenzó la búsqueda y la venganza. Recorrió “La Feliz” de arriba abajo pero no encontró ningún rastro de su amigo ni de su familia. Sabía que la madre de Luchetti vivía en Dolores y se fue hasta allí. Se conchabó como peón rural en un galpón de las afueras de la ciudad, mientras vigilaba la casa de la mujer y esperaba con agria paciencia. Hasta que un día no aguantó más y se metió en la casa de doña Gregoria, que vivía con su nuevo marido, Narciso Peñalba. Los interrogó con furia, pero ellos no tenían idea de dónde estaba Rafael. Cegado por la desesperación los molió a golpes y los ultimó a garrotazos y puñaladas. Con la primera sangre en sus manos, escondió los cadáveres en un pajonal y huyó.

La Policía encontró los cuerpos y comenzó a seguir el rastro de Catalino. Lo hallaron en Mendoza. Lo metieron en un furgón y se lo llevaron para un juzgado de La Plata. Pero cuando pasaron por Pergamino, Domínguez dijo que estaba descompuesto y que tenía que bajar para hacer sus necesidades. Los oficiales le sacaron las esposas y Catalino se metió en un maizal. Y se escapó.

Al año siguiente lo encontraron en Mar del Plata. Parece que había descubierto que su hija estaba de nuevo en la ciudad. Se enfrentó a balazos con la Policía, lo volvieron a herir en una pierna y en el intento de huida se fracturó un fémur. De nuevo en el hospital de la ciudad, estaba esposado a la cama y la habitación era custodiada permanente. Una noche, pidió permiso para ir al baño, rompió un vidrio, trepó hasta el techo, saltó al jardín. Y se escapó. Otra vez.

Regresó a Dolores, donde encontró a Luchetti, a Isabel y a Martita. La pareja huyó pero Catalino se quedó con la niña.

Él continuó escapando de la Policía. Cambiaba de trabajo y de nombre para que no lo encontraran, pero se dio cuenta de que esa vida no era la apropiada para Martita y con todo el dolor del mundo la dejó en una pensión en el Azul.

De vuelta al crimen

El 28 de junio de 1947, un peón lo identificó: había visto su rostro en un cartel de “Buscado” en uno de los comercios de Azul. Catalino le pegó tres tiros y escondió el cuerpo. Pero mientras tanto, los dueños de la pensión habían alertado a la Policía. Martita, tras un interrogatorio, fue trasladada al Hogar del Buen Pastor, de Azul. Días después Domínguez trabajaba en un campo de Chillar, cuando escuchó a dos hombres que discutían si entregarlo o no a las autoridades, ya que lo habían descubierto de nuevo. Ahí nomás los baleó.

Huyó y se unió a unos linyeras que recorrían las estaciones de tren para hacer changas. Mientras tanto, Catalino aprovechaba para asaltar comercios en Tandil, Rauch, Dolores, Tordillo y General Madariaga. Ya se había forjado un nombre en la delincuencia cuando se radicó en Colonia Barragán, cerca de la estación Cobo, en General Pueyrredón. Allí conoció a Orlando Rosas, de 17 años, que se había fugado de un correccional de menores. Juntos decidieron dar un golpe maestro. Catalino, sin saberlo, comenzaba a escribir el final de su sangrienta historia.

Última carta

Domínguez había trabajado como jardinero en la estancia de la familia Mehatz y conocía sus movimientos. Catalino y Orlando vieron la oportunidad de entrar a “escrucharla” el domingo 7 de marzo de 1948, día de elecciones. Cuando estaban allí, Martín Mehatz, el dueño de casa, regresó imprevistamente: había olvidado sus documentos. Abrió la puerta y Catalino le pegó tres tiros. Los hijos de Mehatz intentaron huir pero el mayor, Martín, de 22 años, recibió un disparo por la espalda y fue rematado en el piso. El menor, Marcelo, de 19 años, fue degollado. Al ver que la agonía se prolongaba, Catalino le destrozó la cabeza con una maza. Cargaron los tres cuerpos al auto de los Mehatz y se dirigieron hacia General Madariaga.

Los hombres se separaron. Domínguez volvió a buscar trabajo y fue empleado como peón en la estancia La Eudocia, en el partido de General Pueyrredón. Allí, la mujer del dueño lo identificó como el asesino de la familia Mehatz: lo había visto en el diario Crítica. El 18 de abril de 1948, la Policía lo encontró escondido en la antigua estancia La Espadaña, de General Madariaga. Siete policías entraron de golpe y Catalino se enfrentó a tiros. Lo bajaron de cuatro balazos. No mucho después cayó Rosas, oculto en un bosquecito en una estancia cercana.

Así terminaron las andanzas de Catalino Domínguez, un ladrón y asesino que empezó a matar por despecho y desesperación.

Martita aún no tenía 10 años cuando mataron a su padre. Siguió internada en el Hogar del Buen Pastor en Azul. Luego fue trasladada a La Plata y, más tarde, a Ingeniero Maschwitz, donde se la instaló en un instituto de menores. Hay quien dice que todavía vive y está pasando sus días postreros en Azul. (DIB) MM

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