Libros | Los libros de mi vida

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (carlosjverucchi@gmail.com)

Hasta los veinte años sólo leí ensayos o libros de historia. Tendría trece o catorce cuando mi padre bajó del altillo el baúl con los libros que había tenido que ocultar, por precaución, durante la dictadura. Fue pasándoles a cada uno de ellos un trapo húmedo por la tapa y comenzó a apilarlos sobre una mesa. Yo los miraba como miraba por aquella época a la vecina de enfrente, a mitad de camino entre la veneración y el miedo por perder lo que todavía no había alcanzado.

Si los cuidás, son todos tuyos, dijo mi padre. Empecé a oler el papel viejo, libro por libro, como si fuera un perro que toma posesión del patio del fondo. Aunque para leer éste tendrías que esperar un poco, vaciló, todavía sos muy chico. El libro prohibido se titulaba “Los anarquistas expropiadores, Simón Radowitzky y otros ensayos” y, como se anunciaba desde el inicio, se trataba de una recopilación de ensayos de Osvaldo Bayer sobre anarquistas que habían vivido en Buenos Aires durante los años veinte y treinta del siglo pasado. El libro prohibido, obviamente, fue el primero que leí. Recién pude soltarlo cuando el sol del día siguiente se anunciaba a través de la persiana de mi cuarto. Al dar vuelta la última hoja supe que se había producido en mí una misteriosa e irreversible transformación, ya no volvería a ser el mismo que el día anterior.

Años más tarde le pedí a Bayer que me lo autografiara, este libro me cambió la vida, le dije. Bayer se sorprendió de que aún existiera un ejemplar de aquella edición que Onganía había mandado a secuestrar y quemar el mismo día que salió de la imprenta.

Mi anarquismo adolescente me impidió, desde aquel momento, leer ficción. No había tiempo que perder con novelitas o poemas mientras existieran chicos con hambre. Me sacó del error otro libro del baúl de mi padre, Operación masacre. Lo leí como un ensayo pero enseguida vi que era más que eso. Después de leer el primer capítulo sentí algo parecido a lo que sentí después de escuchar por primera vez la

Cantata de puentes amarillos, de Pescado Rabioso: ese asombro que nos invade al descubrir que había algo esperándonos a la vuelta de la esquina y que a partir de ahora nos acompañará para siempre. Walsh no era un ensayista, era mucho más que eso, era un escritor. Después de aquella experiencia necesité unos pocos meses para llegar a Borges.

Estaba en Buenos Aires haciendo trámites. Entré en una librería de la peatonal y compré el Tomo I de las obras completas. La tapa me mostraba el candoroso rostro de un Borges casi adolescente. Después del mediodía busqué refugio al calor de noviembre en un hotel de Av. de Mayo. Abrí el pesado volumen y empecé por el principio: los poemas de Cuaderno San Martín. Entonces sentí la ciudad como si fuera mía y la conociera de toda la vida. Había algo que quemaba en esas páginas y había mil páginas más sólo en el Tomo I de los tres que componían aquellas obras completas. La felicidad estaba ahí nomás, cerquita, y sólo me había costado 100 pesos.

Después llegaron todos los demás. Fueron apareciendo desordenadamente, sin lógica. Arlt junto con Cortázar, Vargas Llosa antes que Faulkner y antes que Onetti, Saer demasiado tarde, Bolaño se metió por la ventana de la biblioteca de la Universidad de Concepción mientras buscaba libros de ingeniería eléctrica, Gonzalo Rojas me cruzó una tarde en el puerto de Talcahuano y ya no quiso soltarme, Vargas Llosa se empecina en ofenderme pero quiero que se quede, Piglia ya es un amigo, hace poco descubrí a María Moreno y me enseñó que la capacidad de asombro no se pierde nunca.

Porque el artilugio no se extingue. El libro que nos va a cambiar la vida seguirá esperándonos el tiempo que sea necesario, escondido en un nodo cualquiera de ese entramado caótico que constituye lo que llaman universo. Sólo debemos estar predispuestos, aprender a distinguir entre la multitud a la chica de enfrente, leer el libro que no teníamos que leer.

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