Lo mismo un burro que un gran profesor

El rol de los medios de comunicación en la sociedad se ve actualmente cuestionado.

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (carlosjverucchi@gmail.com)

Antiguamente se consideraba a los “formadores de opinión” dentro de una subcategoría del periodismo. No cualquiera llegaba al status de “formador de opinión”, sino solo aquellos que eran capaces de sostener sus argumentos con una consistencia tal que permitiera, a otros periodistas, extraer y replicar una síntesis de dicha argumentación con el fin de incidir sobre la opinión pública.

 

Desde sus columnas en los principales diarios, o a través de programas de televisión muy reconocidos, los formadores de opinión eran capaces de atraer a una franja importante del público hacia una determinada forma de ver la realidad política.

 

No eran inocentes, claro, actuaban impulsados por prejuicios ideológicos o por intereses de clase.
Con el correr del tiempo, y en virtud de la proliferación de los medios de comunicación, aquellos viejos formadores de opinión empezaron a verse opacados por una inconmensurable telaraña de opinólogos que aparecieron de la noche a la mañana en canales de cable y en medios digitales.

 

Así, tuvimos que acostumbrarnos a que, los denominados periodistas de la farándula, o del deporte, después de leer por arriba los titulares de los diarios y a veces ni siquiera habiéndolos leído, dieran cátedra de republicanismo o de estrategias político-económicas como si fueran la reencarnación de Montesquieu.

 

Lentamente, la tarea de formar opinión fue derivando en el más ambiguo y modesto “bajar línea”. El “bajador de línea” ya no es un ideólogo o un intelectual capaz de encontrar la mirada de la realidad que mejor encaje con sus intereses sino un simple transmisor de estrategias diseñadas por otros. Algo así como el famoso “idiota útil” de otros tiempos.

 

Pero esta evolución no se detuvo, por el contrario, se disparó aún más con la llegada de Facebook, Twitter, Whatsapp y otras herramientas que facilitan la hipercomunicación entre las personas.

 

En estos medios se ha perdido por completo la precaución de justificar una postura. Se apela, por el contrario a argumentos que antiguamente permanecían confinados a las discusiones sobre temas accesorios como el fútbol o el deporte en general. Hoy, la misma lógica que antes se usaban para justificar la simpatía por un determinado color de camiseta, se emplea para demostrar que un político es mejor o peor que otro. Mientras tanto, aquellos que se formaron en el respeto por procedimientos racionales a la hora de defender una postura, observan cómo sus argumentos son desechados de un plumazo por frases hechas, anécdotas emparentadas con el chisme, o la descalificación llana y burda.

 

En Facebook circula regularmente el video de un señor que, mientras maneja su coche, se embarca en un monólogo sobre actualidad política y se registra con la cámara de su teléfono celular. El señor esgrime un vocabulario sumamente modesto. Su retórica podría ser mejorada por chicos en edad de jardín de infantes. No da señales de haber leído los diarios durante los últimos años. Resulta casi imposible que alguna vez haya leído algún libro de historia. O un libro, de lo que fuera. Para compensar todas esas flaquezas apela a lo sentimental, a lo visceral. Al yo sé porque lo vi, o a mí nadie me lo contó, y yo soy de tal o cual provincia y entonces no me van a venir a decir quién es tal o cual. Otra estrategia, que por lo visto debe ser muy efectiva, consiste en destacar el coraje que muestra un determinado político porque se atrevió a insultar a un gremialista o a algún adversario. Ayer, su video llevaba cerca de un millón de reproducciones. Me pregunto si alguna vez Mariano Grondona habrá congregado un millón de personas viendo su programa de televisión o si alguna columna dominical de Horacio Verbitsky habrá llegado al millón de lectores. Lo dudo.

 

Esto no significa, sin embargo, que la opinión pública no siga siendo manipulada por el poder. Detrás de cada formador de opinión anónimo y circunstancial están los verdaderos ideólogos, aquellos aliados del poder que construyen la verdad que les resulta más cómoda a sus intereses, el famoso “relato”, para decirlo en términos más actuales. Las que cambiaron fueron las estrategias. Ya no es necesario apelar a una lógica rigurosa o a argumentos consistentes, son, por el contrario, más efectivas las fábulas, los mitos, las anécdotas.

 

José Pablo Feinmann declara que no es justo que sus notas ―concebidas con ardua dedicación―, cuando son publicadas en medios digitales se vean sometidas ―en nombre de la democratización de los medios― a la crítica de lectores anónimos, que con total impunidad y sin el más mínimo criterio racional, ningunean sus opiniones o las descalifican, arrastrándolo, como dice el tango, a un mismo lodo en el que todos resultan manoseados.
Tal vez el gran mérito de Jaime Durán Barba haya sido entender esto antes que nadie. En declaraciones a Clarín formuladas esta semana afirmó: “Estamos en una época donde la gente se siente igual al líder. Gracias a la tecnología y a las redes todos somos emisores de mensajes. La opinión pública es incontrolable y no reconoce jerarquías. Lo que domina es la fugacidad y la urgencia en la comunicación. Lo único que permanece es el cambio”.
Durán Barba se equivoca ―en realidad, miente―, al afirmar que “la opinión pública es incontrolable”. La situación actual del país nos muestra que la opinión pública resulta en estos días más controlable que nunca. El desafío consiste en entender los intrincados mecanismos que permiten ese control.

 

Quien escribe estas líneas ―vale la aclaración― lejos está de influir o pretender influir en la opinión de alguien. Apenas si aspira modestamente a invitar a la reflexión y, secretamente, a que los lectores más piadosos lo eximan de la calumniante definición de opinólogo.

 

 

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