Notas del escritor Aristóbulo Raimundo Moya

Por: Arq. Jorge Hugo Figueroa.


Tiempo de lectura estimado:  3:30 minutos

    Aristóbulo Raimundo Moya nació un 15 de marzo de 1892 y falleció un 4 de julio de 1951. Nos dejó una herencia hermosa en su obra literaria que muestra una Olavarría desconocida para muchos.

  Publicó un libro llamado “La derrota del parejero” de 1944, del cual debe haber algún ejemplar en alguna biblioteca.

La derrota del parejero

  Estábamos próximos a la estación de destino. El guarda – tren, en alta voz nos anunció el nombre de la misma y le hicimos entrega del boleto.

   Hartos ya del largo viaje desde la metrópoli, nos dispusimos al arreglo de nuestros equipajes y a sacudirnos la ropa, a la  que se le había adherido bastante polvo.

   Habíamos leído cuanto diario y revista adquirimos en “Plaza Constitución”, y resonaba aún en nuestros oídos el ruido de los tranvías, automóviles, y el grito de los canillitas que nos interceptaban el paso ofreciéndonos periódicos.

   Tocó el silbato de la locomotora que nos conducía, y a los pocos segundos se detenía el tren en Olavarría.

   Descendimos a las 3 de la madrugada, casi con media hora de atraso.

  Un viejo conductor nos llevó al hotel y nos entregamos de inmediato al sueño.

  Mi amigo Juan, era la primera vez que salía a la campaña. Recién llegado de Eurpa, aunque argentino de nacimiento, no conocía su patria.

  Desde muy pequeño, sus padres lo llevaron a la capital de la madre patria, donde se educó y cursó estudios universitarios, graduándose de abogado.

  Quería conocer nuestra campaña, pero el interés que más lo guiaba era el deseo de que se le explicara con toda clase de detalles, las costumbres de la pampa que, a pesar de haber oído hablar a sus padres y a los amigos que se encontraba en Europa en viaje de placer, no lo satisfacían, pues quería verlo  – si esto era posible- más aproximado a la realidad.

  Me pidió lo acompañara con ese fin, a lo que accedí gustoso, y nos trasladamos a éste, mi pueblo de nacimiento, donde creía encontrar a un buen criollo, o por lo menos, algún extranjero conocedor de nuestro primitivo ambiente.

  Poco nos costó el dar con el personaje que buscábamos. En el otro lado del arroyo “Tapalqué”, dimos con el hombre, que con suma facilidad de palabra nos narró los hechos que más tarde se expondrán.

  Era el hombre en cuestión, un paisano de discreta preparación intelectual, de edad ya avanzada. Vivía tranquilamente en una breve extensión de terreno, que transformó después de muchos años y no poco trabajo en un espléndido parque.

  Fue expedicionario del desierto y anteriormente había peleado contra el tirano del Paraguay.

  Poseedor de algunos ahorros, le bastaban para pasar sus últimos días con buenas comodidades.

  No tenía familia, y su propiedad y algún dinero depositado en el banco, había dispuesto en su testamento, fueran a poder de un niño de padres desconocidos que él había recogido y educado.

  Alto, de pelo y barba blanca, frente despejada, porte distinguido y clara inteligencia.

  Después de la presentación de estilo y enterado del motivo de nuestra visita, nos hizo pasar a su departamento, acogiéndonos con gran amabilidad.

  Sonó un golpe de manos y apareció un negrito a quien ordenó cebara mates. Nos indicó el lugar de nuestros respectivos asientos dispuestos por él, y jugando con su larga barba blanca, comenzó así:

El tapalqué

  “Tapalqué” es el nombre del arroyo que divide a la ciudad de Olavarría en dos.

  En sus grandes barrancas, casi uniformes en toda su extensión, verdea el tupido césped y se elevan frondosos árboles, para quienes jamás faltó su corriente de agua indispensable para la vida.

  En el rigor del verano, cuando el calor se torna insoportable, sus hermosas plantaciones hacen las delicias de los niños de la comarca, a quienes se ve ya cabalgando en el torcido sauce ya de bruces en el césped, con una vara de mimbre en la diestra, hilo y anzuelo de alfiler amarrado en su extremidad, en espera de las mojarritas que vienen alborotadas detrás de la lombriz. Luego, antes de despedirse del compañero de las horas de siesta, toman en sus cristalinas aguas, el acostumbrado baño, extenso por lo general, por cuanto la temperatura invita a ello, a más de proporcionarles el deleite de las zambullidas repetidas y de las carreras a nado.

  Y de noche, cuando la pacífica ciudad se entrega al sueño, deja oír el “Tapalqué”, el continuo lamento que produce el chocar de su correntada con las piedras de su cauce.

  A su margen izquierda, y a fines del siglo XIX, estaba poblado por un sinnúmero de pobres ranchos de paja y barro, donde habitaban los últimos criollos de pura cepa, de aquellos cuyos antepasados contribuyeron eficazmente en la expedición al desierto, capitaneados por el General Roca.

  Muy contados eran los que tenían sus viviendas en terrenos demarcados y de su propiedad, donados por el Gobierno en premio a los servicios prestados a la patria. La mayoría, había construido sus pobres ranchos en descampado, y en cuanto los propietarios de esas inmensas extensiones, determinaran alambrar, debían ellos desalojar, abandonando esas posiciones que eran muy suyas por haber sido conquistadas exponiendo sus vidas.

  Vivía el humilde paisano, feliz, conservando la tradición de sus mayores con veneración y respeto dignos de ejemplo, en este apartado lugar donde el rancho hacia el papel de casa, esforzándose por resistir dignamente las ráfagas de nuestro fuerte pampero.

  Allí se guarecían muchos hijos de héroes desconocidos que el bárbaro abatió, descendiente de aquellos que en los campos de batalla luchando por la independencia americana, comandados por el bravo Güemes, expusieron su vida en holocausto de la patria, e hicieron flamear en cada rancho la bandera color del firmamento, ondeante y majestuosa, porque detrás de esa sencilla pero inviolable fortaleza, estaba el alma de nuestra nacionalidad.

  Por el año 70 (N.R.: se refiere a 1870), dominaba esta región el cacique Juan José Catriel, de quien se cuenta la siguiente anécdota: “La Cara de Catriel” –“En lo más riguroso de un crudo invierno, en que el campo blanqueaba con una espesa capa de hielo, el cacique Catriel se bañaba una mañana en el arroyo Tapalqué. Llegó a pasar por ahí el coronel Alvaro Barros, que era jefe de la frontera, y fundador del pueblo de Olavarría el 25 de noviembre del año 1867, y viendo a Catriel desnudo le dijo “¿Cómo te atreves a bañarte con éste frío?” Tienes que romper el hielo del para hacer tu gusto”. Catriel, tomando una actitud despreciativa exclamó: “¡Indio, todo cara!”.

  Debemos siempre tener presente que éstos escritos fueron hechos en un mundo muy diferente al nuestro, ni mejor, ni peor, sólo distinto, por lo tanto algunas expresiones nos pueden parecer algo incómodas. Sin embargo, es preciso comprender que conocerlas es también conocernos.

¡Abrazo digital!

Arq. Jorge Hugo Figueroa.


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