La fábrica de escritores

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Los talleres literarios, en nuestro país, son una de las tantas consecuencias que tuvo la dictadura. Antes del 76 las discusiones en torno a libros, textos o poesía, se daban en los cafés. Un aspirante a escritor empezaba a frecuentar los lugares donde los escritores ya consagrados se juntaban a discutir, tímidamente daba a conocer sus inquietudes literarias y finalmente pedía permiso para sentarse a la mesa.

Durante el Proceso ese tipo de encuentros se volvió sospechoso, arriesgado. Independientemente de si se hablaba del Quijote o de La Divina Comedia, más de dos intelectuales alrededor de una mesa de café era motivo de irritación para la policía. Mejor, entonces, juntarse en casas o departamentos privados, al resguardo de miradas celosas o de mozos que en su afán de servir a la patria se dejaban seducir fácilmente por la delación o la botoneada lisa y llana.


Aquellos encuentros literarios lentamente se fueron convirtiendo en los talleres que hoy conocemos: un coordinador ―que no es otro que aquel que ocupaba la cabecera en la mesa de café― fija las pautas para la discusión o propone algún ejercicio que permita despertar las ínfulas creadoras de los asistentes.


Pero la dictadura, además de poner en jaque la rutina social de escritores, periodistas o intelectuales en general (siempre y cuando no hubiera puesto previamente en jaque sus vidas), produjo un serio deterioro en las fuentes de trabajo. Muchos medios gráficos fueron clausurados en aquella época y muchos libros quedaron enredados en la telaraña de la censura sin llegar a la imprenta. Los escritores, acuciados por urgencias económicas, se vieron en la obligación de solicitar a sus contertulios una modesta suma mensual por sus servicios.


En la actualidad es muy común que los escritores incluyan entre sus antecedentes ―en la solapa de sus libros― el nombre del coordinador del taller al cual asistieron. Un escritor nobel, prácticamente no tiene chances de publicar en editoriales importantes si antes no pasó por un taller prestigioso, cuyo coordinador, en muchos casos, oficia de padrino o de vínculo con la misma editorial en la que él publica sus textos.


Algunos coordinadores han alcanzado realmente un gran reconocimiento en esa actividad filo literaria. Miden sus galardones en relación al número de talleristas que logran convertir en escritores profesionales. Un caso paradigmático es el del chileno Antonio Skármeta, por cuyo taller han pasado escritores que luego alcanzaron gran reconocimiento (Alberto Fuguet, Rafael Gumucio), o los de Guillermo Saccomanno o Liliana Heker en nuestro país.


Algunos alcanzan tan alto prestigio que designan a coordinadores adjuntos (sus mejores alumnos) para que dicten varios talleres paralelamente en su nombre. El coordinador principal, o titular, entonces, va alternando cada tanto entre los distintos grupos para ofrecer sus clases magistrales de literatura.


Pero quiérase o no, y sin ánimo de menospreciar la utilidad de estos talleres, el entramado de tutores y aprendices ―que con el tiempo se convierten a su vez en tutores de aprendices más jóvenes―, promueve cierta uniformización de los textos que finalmente se publican. No pocas veces resulta sencillo descubrir a qué taller asistió ese escritor cuya primera novela cae en nuestras manos. Lentamente la literatura, al menos la argentina, avanza hacia la estandarización. Los editores promueven la insistencia o repetición de ciertas fórmulas que resultan exitosas y rentables. A riesgo de parecer extremista: todos los escritores jóvenes de la Argentina presentan demasiados puntos en común.


Esa red de maestros y aprendices que los talleres fomentan termina aceptando las mismas reglas. Sus miembros se vuelven devotos de ciertos giros, se convencen de qué es bueno o malo para un texto, buscan los mismos efectos, causar las mismas sensaciones, en definitiva: se vuelven inmunes a los disidentes, a los raros, a los marginales, quiero decir, el sistema se vuelve impermeable a cierto perfil que, en otros tiempos, resultaba imprescindible para asegurar una carrera literaria importante.
Veámoslo de otro modo. ¿Qué hubiera sido de Saer si se iniciaba en un taller literario al estilo de los que se dictan hoy en día? ¿Alguien imagina a Sarmiento como asistente a un taller? ¿A Roberto Arlt? Porque una cosa es haber sido estimulado y aconsejado por Guiraldes y otra muy distinta es anotarse para ir todos los lunes a las siete de la tarde al taller que Fulanito dicta en su departamento de Avenida Santa Fe.


Está bien, me dirán que Sarmiento adhirió a las convenciones del romanticismo, y que leer con cierta insistencia una corriente literaria determinada deja una influencia similar a la que deja un taller literario. Me dirán que Saer también se formó en una literatura más bien convencional y luego tuvo la genialidad de saber salir de ella para explorar lo desconocido. Coincido. Pero ¿es comparable adquirir a través de la lectura de clásicos una visión global de la literatura con asistir a un taller? Tal vez las desviaciones latentes detrás de un taller literario tengan que ver con ciertos prejuicios que provienen de la hermética formación curricular con la que nos persiguen desde el jardín de infantes. Un maestro, dando sus clases frente a un grupo de alumnos, no admite, en nuestra concepción escolarizante, la más mínima contradicción. La educación obligatoria en nuestro país no permite discrepancias, es lineal e unívoca, monótona y enciclopédica. En la medida en que los talleres no puedan dejar de lado estos prejuicios, difícilmente puedan “romper el molde”.


Otra pregunta más bien maliciosa, para cuya respuesta apelamos a la solidaridad del lector, sería ¿está capacitado alguien que publicó apenas un par de libros para salir a ofrecer sus servicios como formador de futuros escritores? Y otra más que escapa al alcance de esta columna y dejaremos para otra oportunidad: ¿se puede ser escritor sin antes ser un intelectual? Antes habría que definir con cierta rigurosidad qué entendemos por intelectual, me dirán. Insisto, dejémoslo para otro día.


Pero volviendo al tema de los talleres, tal vez debamos buscar su verdadero espíritu en esos que se dictan en pueblos del interior, ajenos al ruido de la gran urbe. Talleres en los que, como no está en juego la posibilidad de ganar un premio Clarín o de publicar en Alfaguara, se conserva el verdadero sentido y motivación de las precursoras mesas de café: sentarse a charlar libremente e intercambiar opiniones, recibir del amigo esa crítica que nos permita mejorar, escuchar con atención al de al lado para intentar ofrecerle nuestro punto de vista, dejar que el coordinador nos proponga un juego, intercambiar posibles lecturas y compartir chismes al estilo de “sabés lo que dijo Victoria Ocampo de Manuel Mujica Lainez…?


En esos sí me anoto.

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