Una literatura livianita

Escribe: Carlos Verucchi

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Nunca hubiera querido tener que darles a los fieles lectores de esta columna una noticia tan desagradable. Me demoré todo lo que pude. Hace varios años que leo novelas de jóvenes escritores argentinos y latinoamericanos. Créanme que he sido extremadamente indulgente y prudente, hice todo lo que estuvo a mi alcance para evitar tener que llegar a este punto, finalmente he llegado a un extremo, no me puedo mentir más: la literatura se está muriendo.

Se está muriendo porque ya casi no quedan escritores. Ahora sobran los escribidores, gente que escribe novelas que surgen de lecturas de novelas anteriores. Escriben sobre lo que leyeron. Tanto insistir con eso de que el que lee vive la vida que han vivido otros que al final se lo creyeron. Actualmente se escriben novelas concebidas exclusivamente a partir de lecturas de novelas de escritores auténticos. La literatura actual no pasa de un mero ejercicio literario de taller. Se ha perdido de vista que antes de que alguien se ponga a escribir, antes de empezar a jugar con las palabras y a buscar una voz, un tono, cierto estilo, es necesario alcanzar lo más elemental que debe exigirse a cualquier iniciativa literaria: que el autor tenga algo para decir.

El noventa por ciento de los escritores argentinos actuales residen en Buenos Aires y, al parecer, sólo tienen dos caminos para desarrollarse literariamente: pasar por la Facultad de Filosofía y Letras o asistir a alguno de los innumerables talleres literarios que dictan otros escritores que ya le han encontrado la vuelta a cómo, qué y de qué manera escribir para que alguna editorial les publique sus textos.

Las solapas de las novelas de estos jóvenes escritores reproducen las barbaridades que los críticos de los principales medios nacionales (es decir de Buenos Aires) publican alegremente, tal vez para congraciarse con los editores o porque el joven escritor vino recomendado por su maestro, es decir otro joven escritor que ya lleva publicadas dos novelas y que se ocupa de divulgar el secreto de su brillante literatura a través del taller literario que dicta. Si fueran ciertos los comentarios que aparecen en las solapas de los libros que revolvemos en la mesa de novedades de cualquier librería, estaríamos viviendo, sin saberlo, un nuevo y más sonoro boom de la literatura latinoamericana. Ahora resulta que una joven escritora que publica por primera vez una novela ya escribe como Onetti, o que ese tímido estudiante de letras ahonda a través de sus textos en los secretos más recónditos del alma.

Escritores y escritoras cuya mayor aventura en la vida ha sido viajar a dedo hasta la facultad para tomar sus clases de literatura se convierten de repente en escritores profesionales, escriben novelas que copian los modelos discursivos que impone la moda, elaboradas con paciencia hasta encontrar más de una vez (y lo reconozco con cierto pesar) voces interesantes, incluso en ciertos casos algo parecido a un estilo, entendiendo que con eso es suficiente para encaramarse al altar de la gran literatura. Pero con eso no alcanza, eso no es todo. No es posible escribir si antes no se ha vivido. Me dirán que Borges nunca salió del patio de su casa y es cierto, pero Borges inventó de nuevo el Castellano, no es ni remotamente punto de comparación.

No se puede escribir cuando no se tiene nada para decir, y para poder decir algo, antes hay que haber vivido. Y vivir es haber sufrido, haber tenido miedo, haber sentido odio, haber coqueteado con el suicidio, a ver si queda claro, cuando me refiero a vivir me refiero a alguien que arriesgó su vida por alguien o por algo, alguien que tuvo miedo de morir, alguien que esquivó por poco la locura, alguien que vive en la marginalidad, en la incomodidad de no tener dinero para llegar a fin de mes, alguien que ocupa su tiempo en organizar revoluciones. No pretendo llegar al extremo de exigir a todo escritor haber perdido el brazo en una batalla, pero quiero leer a alguien que al menos alguna vez se haya embarrado.

¿Qué nos importa a los lectores el divorcio de dos jóvenes de clase media del barrio de Belgrano? ¿Qué ganamos al enterarnos cómo sistemáticamente corrompieron su compromiso conyugal con encuentros furtivos con desconocidos? ¿Qué nos importa el perfil psicológico del clase media que sobrevivió a los años setenta porque no tenía coraje para salir a pelear? Nada, nos importa poco y nada a pesar de que nos lo cuenten con elegancia. Exigimos que la literatura nos haga sentir el odio del desclasado que sale a jugarse el pellejo, o el desencanto del que conoció el amor y lo dejó ir, del que fue a la guerra y sufrió sus consecuencias, del que quiso matarse y no se atrevió, del que tuvo un hijo y no pudo amarlo, del que traicionó a su padre.

Se habla, ahora, de trabajar el lenguaje. Una buena propuesta narrativa es aquella que logra un adecuado y pulido trabajo del lenguaje. No, no y no. ¿Desde cuándo es eso la literatura? No alcanza con eso (y dejemos de lado el caso de Borges, insisto) los lectores queremos que nos cuenten el infierno, como lo contaron Baudelaire y Dostoievski, como lo vieron Rimbaud y Flaubert, queremos que nos digan qué es la guerra, así como lo dijo Céline. Exigimos a los escritores que leemos que nos expliquen el origen de las tensiones sociales tal como las explicaron en su momento Dickens o Víctor Hugo. Los lectores exigimos a los jurados de certámenes literarios que encuentren no al que sabe conjugar adecuadamente un verbo o colocar bien las comas, eso no es lo importante, queremos que encuentren al desgraciado que nos va a cambiar la vida como nos la cambió Cervantes o Roberto Arlt, a pesar de que no sabía escribir y tenía faltas de ortografía.

Tal vez no sea, esta característica, exclusiva de la literatura latinoamericana. Muchos de los más importantes escritores europeos y norteamericano actuales desarrollan sus textos a partir de trivialidades insoportables: el modo en que una chica miró a cierto personaje en una estación de servicio, el adolescente que se enamora de la madre de su amigo, cosas así. En esos casos queda aún más en evidencia la liviandad de las propuestas, es que en las traducciones se pierde el famoso arte de “trabajar el lenguaje”. ¿Qué queda de un texto cuando pierde la virtud de su prosa y cuando el autor no tiene otra cosa que contarnos que la experiencia de haber ido al shopping el fin de semana? Poco y nada.

 Ojo, que el árbol no nos tape el bosque.

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