1981. El fin de la inocencia


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

¿Cuánto puede durar una guerra?, preguntó Juampi mientras pedaleábamos a las siete de la mañana hacia la Escuela Industrial. Y… mirá, nosotros tenemos quince, con que dure dos o tres años ya nos puede tocar, nos pueden llamar, porque cuando hay guerra te pueden llamar a los diecisiete, o antes, le respondió el Negrito Suárez.

Para que ocurra un hecho tan inesperado y absurdo como la Guerra de Malvinas, se tienen que dar una serie interminable de coincidencias, de azares, de circunstancias que sólo tienen un modo de ensamblarse para derivar en esa singularidad. Dicho de otro modo, es como si tiráramos diez veces la moneda al aire y las diez veces cayera cara, o mejor cruz, para que la metáfora se aún más cruel.

Las Fuerzas Armadas habían tomado todas las precauciones para evitar una guerra. En primer lugar, habían sondeado si los Estados Unidos tomarían parte por Gran Bretaña o se mantendrían neutrales, en segundo lugar, en vistas de la crisis económica que atravesaba Gran Bretaña, estimaban que era muy poco probable que invirtieran una fortuna en recuperar unas islas perdidas en el fin del mundo. A pesar de eso, el plan de tomar Malvinas consistía en enviar una flota, reducir la guardia británica sin matar ni lastimar a nadie, poner un gobernador argentino, dejar una guardia de doscientos soldados a modo de custodia, y volver al continente con toda la flota. De esta manera, si Gran Bretaña enviaba a su Armada, algo por otra parte altamente improbable, no habría guerra.

Sin embargo, todas las predicciones que se habían hecho demostraron ser erróneas. Estados Unidos no dudaría en mantener su alianza con los británicos, Margaret Thatcher aprovecharía la ocasión para reforzar su popularidad y poner en segundo plano la crisis económica y, para colmo, un Galtieri exacerbado por la multitud congregada en Plaza de Mayo, embriagado menos por el whisky (como se decía) que por el clamor popular, ofreció un discurso incendiario que finalizó con una bravuconada que lo sentenciaría a él, a las Fuerzas Armadas, y se llevaría puesto al Proceso: “si quieren venir, que vengan, les ofreceremos combate”. Así daba por tierra el plan original de que el grueso de la tropa volviera al continente dejando a la deriva a miles de soldados en un lugar inhóspito y con una misión para la que nunca se habían preparado.

Cuando la flota británica venía cruzando el Atlántico, recuerdo que me viejo (mi viejo, siempre mi viejo) me dijo que lo mejor que nos podía pasar era que los ingleses recuperaran las Malvinas y se volvieran a su país, y que no se dejaran tentar por la posibilidad, con el fin justificar la molestia de haber tenido que hacer semejante viaje, de quedarse con una parte de la Patagonia.

Tuvo razón una vez más. Años después se supo que una de las condiciones que puso Estados Unidos para apoyar la maniobra británica había sido que no pisaran el continente (entre piratas se conocen las mañas).

Muchas veces, desde esta columna, hemos señalado el carácter absurdo de aquella guerra. En algún momento dudé de la legitimidad, incluso, de la definición “héroes de Malvinas”, cómo llamar héroes a quienes perdieron en menos de un mes una guerra. Hoy, viéndolo a la distancia, considero que tal vez lo único rescatable de esa gesta haya sido justamente el heroísmo de nuestros soldados. Soldados, oficiales y suboficiales que realmente estaban decididos a dejar la vida por su país, por la patria. Ese término tan abstracto, tan intangible, tan ambiguo y manoseado, tan utilitario a intereses mezquinos. Tal vez la única manera de encontrarle sentido a esa definición sea permaneciendo durante días y días en el frío de una trinchera con un modesto fusil al hombro.

Y no solo valoro el heroísmo de aquellos soldados sino entiendo, además, que fueron los únicos héroes en esa guerra para la que no tenían recursos ni estaban preparados, los otros, los del otro lado, apenas si llegaban a mercenarios.

Sin caer en posturas chauvinistas o patrioteras, imagino que el sentido de dar la vida por la patria significa dar la vida por el otro, por el vecino de la esquina y por el mendocino o chaqueño que nunca llegaré a conocer, por nuestros padres y abuelos (quienes, a pesar de no haber nacido en Argentina, por alguna razón eligieron este lugar para vivir), por nuestros hijos.

A veces hay más dignidad en la derrota que en la victoria, más grandeza en el vencido que en el vencedor.

Pasaron otras cosas ese año, nada se compara a una guerra. Más para alguien que está dejando atrás la adolescencia y viéndose obligado a aceptar esa juventud que anticipa a la adultez tan temida.

El título que lleva esta crónica coincide con el título de una de las novelas de Sartre que conforman la trilogía “Los caminos de la libertad”. Para muchos de nosotros y en muchos sentidos, Malvinas significó la pérdida súbita, repentina, despiadada de la inocencia.

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