El secreto de Reinaldo

Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

¿Pero qué barco, Mono? Es apenas un catamarán y navega por un lago. Más tranquilo, imposible.

Vayan ustedes, yo me quedo.

Miguel se pone la mochila al hombro.

Dejá esa guitarra, Zavalita. No quiero que nos bajen del catamarán y tengamos que volver nadando.

Pocholo termina de acomodar algunas latas de cerveza en una conservadora, las tapa con hielo.

Para el almuerzo en la isla, dice.

Hacé como quieras, Mono. Nosotros nos vamos.

Yo también me quedo, dice Reinaldo, no me siento bien.

Pocholo deja de acomodar el hielo en la conservadora y lo mira, intenta saber si habla en serio.

Qué manga de viejos de mierda, dice, al final no sé para qué carajo vinimos a Bariloche.

Carga la conservadora y sale a la calle, Miguel, Zavalita y yo lo seguimos. Caminamos hasta la esquina y de ahí hacia el centro. Nos metemos en un bar a desayunar.

Tenemos tiempo, dice Pocholo. Contanos lo de anoche, Miguel, ¿cómo te fue con la pendeja?

Zavalita clava los ojos en Miguel, la mirada sádica esperando detalles.

Nunca me acuerdo de nada, Pocholo, lo que pasó anoche ya lo olvidé, te juro.

Lo único que falta es que ahora nos quieras dar clases de humildad.

Zavalita lo mira con rencor, su expresión ya no es de ansiedad ni excitación, ahora se siente decepcionado. Busca detrás de la barra y de lejos le hace señas al mozo.

Café con leche y medialunas para los cuatro, se apura Pocholo.

No, qué café con leche… yo quiero un chocolate bien caliente, aclara Miguel.

A lo mío agregale una ginebra, exige Zavalita.

Mamado yo no te traigo, Zavalita. No empieces a romper las bolas tan temprano.

Después de desayunar salimos nuevamente a la calle, caminamos hacia la oficina de turismo. Zavalita se detiene y tantea en los bolsillos del pantalón.

Pará que me olvidé algo, dice.

Miguel lo mira con fastidio. En quince minutos tenemos que embarcar, Zavalita, ¿qué te olvidaste?

Algo, ya vengo, voy de una corrida.

Miguel y Pocholo lo ven correr, esmirriado y medio desvencijado hacia la esquina.

Se olvidó algo, dice Miguel. Se ríe, ya te podrás imaginar qué se olvidó este pelotudo.

Yo lo acompaño, digo, no vaya a ser cosa que se nos haga tarde. Corro detrás de Zavalita.

Pobre Zavalita, dice Pocholo, qué vicio de mierda.

Zavalita llega a la cabaña y se da cuenta de que no tiene las llaves. Golpea la puerta, no se escucha ningún ruido.

Mira por la ventana, no ve a nadie. Deben haber salido, piensa. Espía por la otra ventana, la del costado que da a la pieza. La persiana está apenas levantada y la cortina deja entrever el interior por una pequeña rendija. Se da vueltas con expresión de asombro y me llama, vení Oscar, metele. Me acerco y trato de mirar por la rendija. El Mono está sentado sobre el sofá, completamente desnudo. Reinaldo se arrodilla frente a él, como si estuviera por rezar. Acaricia las piernas del Mono, se inclina, busca con la boca y al mismo tiempo empieza a desabrocharse la camisa. El Mono pierde la vista en un punto del techo, entrecierra los ojos, su cara cobra una expresión de niño que me recuerda el día en que lo conocí.

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