Palin, Assange y las armas humeantes
Por José G. González Hueso
Sarah Palin, una de las figuras más importantes de la política y de la derecha republicana estadounidense, recientemente ha reclamado que se persiga a Julian Assange –fundador de Wikileaks– como se persiguió a los talibanes y propuso congelar sus activos financieros como se hace con los de los terroristas. Exige entonces que se aplique contra Assange el mismo tratamiento que a un terrorista, pasando casi por alto un tema fundamental en este caso: si es o no un periodista (con todos los derechos y garantías que ello conlleva). Palin lo resuelve de forma tajante y con una simpleza abrumadora: “no es un periodista (…) es un agente antiamericano con sangre en sus manos”. Se sumó el jefe de los republicanos en el Senado estadounidense, Mitch McConnell, quien calificó a Assange como “terrorista de alta tecnología”. El senador (también) republicano Peter T. King fue más directo y le solicitó por escrito a Hillary Clinton que declare a Wikileaks una organización terrorista extranjera y a su fundador un líder terrorista.
Esto nos genera algunas reflexiones acerca de las legislaciones penales “de emergencia”, o excepcionales. Este tipo de normas por lo general se estructuran sobre la base de un otro estereotipado como peligroso, portador y culpable de muchos males sociales, contra el cual hay que entrar en guerra ( incluso preventivamente). En muchos casos se llega a negar la calidad de persona del otro y, con ello, se lo priva de los derechos más elementales.
La tajante división entre nosotros (la gente, los ciudadanos que pagan sus impuestos y cumplen con las normas) y los extraños como enemigos se funda -y cobra fuerza- en el miedo a ese otro impredecible y capaz de todo, y aparece en forma expresa o implícita en múltiples discursos y acciones. Sostiene la célebre frase “el que mata tiene que morir”; se ve en la serie Lost (The Others son el enemigo que refuerza al grupo y los roles internos, que pone en peligro a la comunidad y, con ello, naturaliza que Sayid torture); es la base de otra serie, 24, que justifica en forma sistemática la tortura con el simple recurso de contraponer la posibilidad de pérdida de millones de vidas (vidas americanas) contra los apremios al gran villano, daño pequeño en comparación; la oímos también en el discurso de Blumberg cuando dijo “porque acá los derechos humanos son solamente para los delincuentes, no para los ciudadanos como ustedes”. Se estigmatiza al otro por miedo, y todo vale.
En el ámbito específico del derecho penal la teoría de las “ventanas rotas” (“Broken windows”), tiene puntos de contacto con este pensamiento. Esta escuela proponía perseguir pequeñas conductas desviadas para evitar delitos mayores, ya que consideraban que el desorden y el delito siempre iban juntos: si en un barrio hay una ventana rota sin reparar, el resto de las ventanas estarán rotas pronto, porque esa rotura es señal de que a nadie le preocupa y que romper otras no tiene costo alguno.
A esta idea le agregaban un miedo menor (derivado del miedo absoluto al extraño): el temor “a ser molestado por gente indisciplinada (…) personas desaliñadas, revoltosas o impredecibles: mendigos, borrachos, adictos, adolescentes ruidosos, prostitutas, vagabundos, personas mentalmente perturbadas.” Aunque un poco extenso, es interesante leer directamente a los autores –que en su investigación acompañaron a un policía por las calles de Newark– que dejan claro lo que venimos diciendo:
“La gente que circulaba era principalmente negra; los policías que caminaban, blancos. La gente estaba formada por “regulares” y “extraños”. Los regulares se componían de la gente decente y de algunos borrachos y abandonados que estaban siempre allí pero que sabían cuál era “su lugar”. Los extraños eran simplemente eso, extraños, que eran vistos sospechosamente y hasta con recelo. El oficial –llamémoslo Kelly– sabía quiénes eran regulares y éstos también lo conocían a él. Kelly consideraba que su trabajo era estar pendiente de los extraños y asegurarse de que los abandonados cumplieran algunas reglas informales pero ampliamente conocidas. Los borrachos y adictos podían estar sentados, pero no acostados en el suelo. Se podía beber en las calles laterales, pero no en la intersección principal. Las botellas debían cubrirse con bolsas de papel. Hablar, molestar o pedir limosna a las personas en las paradas de ómnibus estaba estrictamente prohibido. Si surgía algún conflicto entre un comerciante y un cliente, se asumía que el primero tenía razón, en especial si el cliente era un extraño. Si aparecía un extraño vagabundeando, Kelly le preguntaba si tenía algún medio de supervivencia y cuál era su actividad; si la respuesta no le satisfacía, lo echaba. Las personas que quebraban las reglas informales, especialmente quienes molestaban a la gente en las paradas de ómnibus, eran arrestados por vagancia. A los adolescentes ruidosos se les avisaba que permanecieran en silencio.”
Con estos antecedentes Rudolph Giuliani aplicó en Nueva York la política de seguridad de “tolerancia cero” (esto es: in-tolerancia), donde le declaró la guerra a la delincuencia callejera, bandas y violencia de los jóvenes en general, buscando perseguir –y acá el punto más peligroso– no sólo la violación de normas penales sino de normas sociales o morales de conducta.
Sabemos que las costumbres, la moral o los valores no son universales sino que dependen del lugar, la comunidad, posición económica y, en general, del estado de la cultura. Así pasaron a arrestar a los que pintaban graffitis, limpiaban vidrios en las esquinas o dormían en la calle. Aznar en España siguiendo estas ideas también deshumanizó al otro, tratándolo directamente como “basura”: “Vamos a barrer, con la ley en la mano, a los pequeños delincuentes de las calles españolas”, prometió.
En nuestra historia también se recurrió muchas veces a la negación de la condición humana del adversario, siempre con resultados sangrientos. Sarmiento lo plasmó son su Civilización o Barbarie, donde “el mundo bárbaro será el de la naturaleza, la inercia, lo instintivo, vital y misterioso, enfrentado al mundo de la Ciudad y la Razón. Y si lo racional es lo humano, habremos de concluir que lo ajeno a la Razón es ajeno al hombre. Y lo que es todavía más grave: a sus derechos”, según dice José Pablo Feinmann. Y esta consecuencia no se trata sólo de una derivación teórica de la idea de Sarmiento, sino que en el siglo XIX se llevó a la práctica con la política de exterminio de los caudillos y sus seguidores: “no trate de economizar sangre de gaucho. Éste es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”, le aconsejó Sarmiento a Mitre.
Mucho más cerca en el tiempo, Videla dijo “¿Qué es un desaparecido? En cuanto éste como tal, es una incógnita el desaparecido. Si reapareciera tendría un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tendría un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido” y Ramón Camps coronó: “nosotros no matamos personas, matamos subversivos”.
En el ámbito de la criminología, hubo varios autores que le dieron sustento teórico y filosófico a la cuestión. El más claro fue Günther Jakobs, con su “Derecho Penal del enemigo.” Esencialmente su razonamiento es el siguiente: somos personas porque vivimos en sociedad, los enemigos de la sociedad no son personas; entonces hay dos derechos penales: el derecho penal de los ciudadanos que aceptan las reglas sociales y por lo tanto tienen derecho a ser tratados como personas (derecho penal liberal, con todas las garantías), y el de los enemigos (“extraños”, “peligrosos”, “dañinos”): como ellos mismos no aceptan las normas de la sociedad, no tienen derecho a ser tratados como personas. Recurre en sustento a las viejas teorías contractualistas de Rousseau y Hobbes, como así también a Kant, para argumentar que si alguien incumple un contrato no puede reclamar su aplicación; el problema es que el “contrato” es, en los hechos, la Constitución, con lo cual a este tipo de delincuentes no se le aplicarían los derechos y garantías constitucionales.
Volviendo a Palin, el ejemplo sirve para graficar la falacia sobre la que se construyen estas legislaciones. Generalmente se sancionan en momentos de gran conmoción social y con el fundamento de la imagen mental de alguna persona o grupo al cual hay que combatir (al estilo “24”). Pero luego siempre aparece alguien que amplía ese alcance. En este caso, los EEUU consiguieron normas que permiten las torturas, cárceles clandestinas y otras atrocidades con la excusa de perseguir a un árabe-súper-malvado flaquito, alto, de barba larga, ojos saltones y turbante blanco, y otros tantos como él (todos integrantes de una cultura extraña, fanática y peligrosa). Pero ahora reclaman el mismo tratamiento para Assange, que es australiano, rubio –ya canoso–, australiano, tímido y habla en un inglés perfecto.
No quiero decir que estas normas están bien si no se salen de sus justos límites sino que la diferencia nosotros-los extraños, personas-no personas, ciudadanos con derechos–bárbaros fuera de la ley es falsa, meramente ideal o conceptual, propia de pensamientos totalitarios y que, tarde o temprano, toda norma que cercena libertades de los otros se vuelve contra todos.
Los comentarios están cerrados.