La mañana en que Alberto Olmedo cayó al Cielo

Olmedo

Se cumplen 29 años de la muerte del actor y comediante; la gran estrella argentina del carisma y la picardía. ¿Qué sucedió el día que, reconciliado con Nancy Herrera en un departamento de Mar del Plata, su historia terminó para siempre? Crónica de una muerte inesperada


Morir en la cresta de la ola. Suena convincente, fácil, incluso atractivo. Pero la muerte es la muerte. Cuando en la película Million Dollar Baby (2004) la boxeadora Maggie Fitzgerald, tetrapléjica en la cama de un hospital, le pide a Frankie Dunn que le desconecte el respirador para poder morir en paz -el último recuerdo que tenía era el del público coreando su nombre alrededor del ring- estaba pensando en lo mismo: morir en la cresta de la ola. Cuando Nancy Herrera habla de Alberto Olmedo sostiene lo mismo: «Murió en el mejor momento de su vida, con la mina que quería y tomando champagne; y no babeado en una cama hecho mierda». Muy convincente.

La mañana en que Olmedo murió tenía 54 años, una edad plena para los comediantes: la picardía experimentada que otorga el paso del tiempo, ese toque negro que vuelve al humor más profundo todavía. Fue el sábado 5 de marzo de 1988 en la ciudad de Mar del Plata, a las 8:30. Todavía era de noche, porque ese día no salió el sol: el cielo estaba gris y oscuro, como un amanecer raro.

Antes de la medianoche, cuando todavía era viernes, Olmedo olía a reconciliación. Una revancha con el amor porque, se sabe, hasta los grandes ídolos se enamoran perdidamente. Luego de varias idas y vueltas había quedado en encontrarse con Nancy Herrera en el piso 11 del edificio Maral 39, una torre ochentosa que todavía se erige firme sobre el boulevard Peralta Ramos, al 3600. Iban a volver; esta vez definitivamente.

Un año antes, en febrero del 87, había salido en tapa de revistas el romance de Herrera con un gran amigo de Olmedo: Cacho Fontana. ¿Cómo estaba él? «Loco, hecho polvo, destruido… -le dijo a un periodista de la revista Gente que intentaba reportearlo-. Esto no es vida. Mirá lo que estoy comiendo: dos pedazos de pizza fría. ¿Querés un poco? Necesito masajes. Por suerte ahora me voy a mi casita de Punta del Este. ¿Qué me queda? ¿Tomarme tres botellas de vino por noche? O champagne. Siempre le digo al gordo Porcel: ‘¡Qué tarde descubrimos el champagne, gordo!’ Salí, corréte, dejáme pasar, no quiero hablar de nada».

Pero el agua siguió corriendo bajo el puente, mojando, salpicando, inundando. De tanto esperar, quizás, Olmedo comprendió aquello que Woody Allen diría algunos años después: importa mucho el futuro porque es el sitio donde uno va a pasar el resto de su vida. Entonces se focalizó en recuperarla, como hacen los hombres decididos, porque realmente estaba en la cresta de la ola (¿y qué imagen más patética que la de una celebrity con el corazón roto?).

Llevaba más de veinte películas -dos días antes de su muerte se estrenó la última, Atracción peculiar, que nunca llegó a ver- y su exitoso No toca botón había terminado en diciembre. En el teatro la suerte no le era ajena; en la temporada de 1987 consiguió el récord histórico de taquilla, con más de 119 mil espectadores. Ese viernes 4 de marzo tuvo función de Eramos tan pobres a sala llena en el Tronador. Luego, junto a su hijo Javier  y algunos amigos, fue a cenar al restaurante Hamburgo, sobre la Avenida Colón. Cerdo, vino blanco y panqueque de manzana. No duró más de dos horas. Comió y se fue; tenía planes.

uando llegó al departamento Nancy lo estaba esperando. Lo supo porque leyó un «Te amo» en el espejo. Descorcharon un champagne e iniciaron el juego erótico de la reconciliación. Minutos antes ella había cumplido años. Tenía 20 cuando conoció a Olmedo y esa noche, con 28, las cosas parecían sellarse para siempre: estaba embarazada de dos meses, esperaba un hijo suyo. Se lo dijo, y eso dio pie para que el tiempo se estire como un elástico. Siguieron el juego, entre las burbujas de champagne y los lagartos de cocaína, en el departamento que alquilaba frente a Playa Varese.

Hasta que a las 8:30 de la mañana se oyeron los gritos. Los vecinos del piso 12 se lo relataron a la Policía con mejor detalle:
—¡Me caigo, mamita, me caigo! ¡Agarráme la pierna! ¡Agarráme la pierna!
—¡Yo te agarro, papito, te agarro! ¡Pero no puedo, no puedo, no puedo!

Parece que no pero los finales sorpresivos lo tiñen todo. Se expanden como manchas negras en un fuentón de agua transparente. Cuando se enteró, su madre estaba en La Rioja visitando a su hija. Tomó un avión hasta Aeroparque y en el taxi sufrió un ataque cardíaco. Murió enseguida, en el Hospital Municipal Fernández. A Jorge Porcel, su partenaire por excelencia, la partida de Olmedo lo afectó demasiado, y se alejó del cine. Hizo El profesor punk en 1988, su última película, y se fue a vivir a Miami donde se convirtió al evangelismo.

Morir en la cresta de la ola. Sí, tiene sus ventajas: el recuerdo en la plenitud. El paso del tiempo no lo pudo secuestrar y encerrarlo en un cuerpo que, día tras día, se avejenta. Al igual que El Potro Rodrigo, que Gilda, incluso que René Favaloro, Olmedo no pactó con el deterioro. Fugaz e intempestivo, como un nacimiento al revés, dejó de vivir. Pum. Cayó al cielo

Algo habrá pasado que Olmedo se asomó al balcón y cruzó la pierna por la baranda. Suicidio, dijeron algunos, pero el juez determinó que fue un accidente. ¿El rocío en la baranda, tal vez? Hizo, como dicen los chicos, caballito. Estaba con el torso desnudo, tenía un jean azul y unas botas tejanas que, por ese entonces, le ayudaban a disimular una renguera que le había dejado un exigente partido de tenis. Un juego, una picardía, de esas que tienen los comediantes, los buenos comediantes, los que no hacen chistes sólo para las cámaras. Algo habrá pasado…

Y después la caída, eterna o inmediata, mirando hacia arriba, hacia el balcón, hacia Nancy, su amada, la mujer que estaba esperando un hijo suyo. Alberto le iba a poner; eso también se lo dijo cuando le contó de su embarazo. Alberto, como él. A sus espaldas, el mar argentino, más inmenso que nunca, habrá querido romper la verosimilitud de lo real para agarrarlo antes de que su cuerpo golpee contra el pequeño jardín en el frente del edificio y luego rebote hacia la vereda. No murió enseguida, quedó inconsciente unos minutos; luego sí, un fundido negro se lo lleve del mundo.

Cayó boca arriba y quedó desplomado con los ojos abiertos. Su expresión no era de alegría. No era un chiste. La muerte nunca lo es.

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