Las andanzas de Pacheco, el gaucho que atemorizó al sur bonaerense y terminó siendo una leyenda
Conocido como el “Tigre del Quequén”, cuenta la historia que fue un campesino pendenciero. Escapó de la Policía, se escondió en cuevas, pero fue atrapado por el español Luis Aldaz. Murió en Toay en 1898.
Por Fernando Delaiti, de la agencia DIB
Uno había nacido en Buenos Aires en 1828; el otro en Pamplona, España, hacia 1842. El primero todavía era niño cuando fue abandonado por sus padres; el segundo era hijo de nobles familias españolas. Uno fue un legendario gaucho matrero y facón a la cintura; el otro llegó al país, fue soldado voluntario y comisario. De un lado un personaje flaco, de barba y con mucha fuerza; del otro, una persona robusta, alta y fornida. A Pascual Felipe Pacheco lo apodaban el “Tigre de Quequén”; a Luis Aldaz, “Gorra Colorada”. Uno escapaba, estuvo al margen de la ley; el otro lo perseguía, era la ley.
En la provincia de Buenos Aires sobresalieron, inmortalizados por la pluma de la literatura folletinesca de Eduardo Gutiérrez (el mismo autor de “Juan Moreira”) y también por su representación teatral en el circo criollo de los Podestá, una serie de bandidos rurales que quedarían grabados en la memoria colectiva. Estos campesinos fuera de la ley, eran considerados criminales para el Estado, aunque parte de la sociedad los sigue pensando como héroes, una especie de émulos de Robin Hood y han sido entronizados por la devoción popular. “La grieta”: esa que de un lado asegura que está bien que terminen tras las rejas por un delito, o, del otro, la que justifica que mata en defensa propia o por justa venganza. “Gaucho pendenciero” para unos historiadores, “perseguido por la Justicia” para otros.
Pacheco, que es nombrado en la canción Bandidos Rurales de León Gieco, fue peón de varias estancias, adquirió fama de buen domador y hasta se cree que ofició como baqueano de Calfucurá al frente de varios malones. Padre de varios hijos, cuentan que fue muy temido por otros gauchos debido a su destreza con el facón. Y justamente eso fue lo que se destacó en una pelea con un capataz en una estancia en el actual territorio de Lobería en septiembre de 1866. Hirió de muerte a su rival y nada fue lo mismo para la vida tranquila que llevaba hasta ese momento.
Dejó a su familia y buscó esconderse. Pero poco tiempo después fue detenido por Tres Arroyos y condenado a diez años de prisión. Sin embargo, las mañas no las había perdido. Cuando era trasladado a Buenos Aires, peleó con los soldados que lo custodiaban y logró escapar.
A las cuevas
El gaucho matrero supo refugiarse en una caverna a orillas del río Quequén Salado, que hoy es una atracción turística conocida como la “Cueva del Tigre” y está a pocos kilómetros de Oriente, un pueblo apacible de la costa bonaerense. Otros historiadores aseguran que se movía entre esa cueva y otras dos en la costa de Necochea. Aunque también pasó tiempo con su familia en una estancia de Tres Arroyos de un fuerte hacendado y juez de Paz de Necochea.
Bajo su protección, frecuentaba pulperías o campamentos de troperos, donde, cuentan crónicas de la época, seguía acrecentando su fama de pendenciero. Y paralelamente, los vecinos de esa región del sur bonaerense se atemorizaban por las leyendas sobre él. Si bien burló con habilidad los intentos por llevarlo tras las rejas, en 1875 entró en escena Luis Aldaz, y junto a una docena de soldados fueron enviados tras sus huellas.
Aldaz, que actualmente tiene una calle en su honor en la ciudad de Azul, había llegado al país bajo la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento. Siendo soldado, batalló contra caudillos y luego fue oficial de la Policía rural, oficial de frontera y alcalde del departamento de La Plata. Sin embargo, es recordado por prestar servicios contra el gauchaje alzado, persiguiendo matreros, criminales y ladrones de ganado. Hombre capaz, rudo, de pocas palabras y con varias cicatrices en su cuerpo por enfrentar delincuentes, era conocido con el apodo de “Gorra colorada” por el quepis rojo que llevaba. Pese a ser un ferviente radical, conservó su gorra colorada en detrimento de la boina blanca.
La detención
Aldaz fue tras Pacheco. Y cuenta la historia que lo detuvo en 1875 en Tres Arroyos sin que el “Tigre del Quequén” oponga resistencia. Ya cansado de escapar y esconderse, fue trasladado en su propio caballo a Dolores, donde fue acusado de 14 asesinatos y padre incestuoso. Lo cierto, por más que la Justicia entrecruzó expedientes, es que sólo se le pudo imputar un crimen en 1866 y una fuga.
Como consecuencia de ello, continuó sus días en la Penitenciaría Nacional, actual Plaza las Heras, de la Capital Federal. Su destino fue la celda 142. Allí, según relata Gutiérrez que pudo entrevistarlo, se comentaba que Pacheco era un hombre rico para ser un habitante de la Penitenciaria, pues su libreta del Banco acusaba un capital de 51.000 pesos. Lo cierto es que el dinero no le permitió salir hasta 1880, cuando gracias a su buena conducta y en atención a un problema de salud recuperó la libertad.
Desde ese momento, los días de Pacheco transcurrieron en La Pampa, donde es recordado como una persona pacífica, muy lejos de la fama que le habían creado. Allí, donde era muy requerido para amansar caballos, conoció a Juan Brown, quien fundó en 1894 la localidad de Toay, lindera a Santa Rosa. Fue su hombre de confianza. En estas tierras “el tigre” construyó su rancho con su nueva mujer, Anacleta Viera, y seis nuevos hijos. Murió a los 77 años a causa de un “reblandecimiento cerebral” el 30 de noviembre de 1898 en su humilde rancho, el mismo día que nació su séptima hija, el mismo día que nació la leyenda. (DIB) FD
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