La columna delaltillo | Literatura e infancias
En la infancia como patria literaria, la fiebre y la lluvia ayudan a que de grande se pueda narrar sin estafas. Escribe: Guillermo Del Zotto.
La fiebre o alguna enfermedad pasajera suele meternos en la cama por un tiempo mientras estamos en el umbral de la infancia. Esa convalecencia puede definir una vocación. En el caso de los escritores parece tratarse de una burbuja que llega del futuro para asilar las sensaciones que serán reencontradas en la madurez. Cuando puedan ser mejor contadas.
Jean Paul Sartre en su libro “Las palabras”, ficción autobiográfica, narra el caso típico que quizás esté contado de la manera más conmovedora. El refugio de ese momento único para Sartre fueron los libros, que vinieron de la mano de su abuelo: “Encontré el universo en los libros: asimilado, etiquetado, pensado, aún temible y confundí el desorden de mis experiencias librescas con el azaroso curso de los acontecimientos reales. De ahí proviene ese idealismo del que me costó treinta años deshacerme”.
Quizás a Sartre su abuelo no le dio el acceso a los libros sino el miedo a los libros. Y se sabe que esa es la mejor puerta para la imaginación. Como cuando un abuelo nos hace ver a los ocho años en un televisor en blanco y negro “El monstruo de la Laguna Negra” y sabe que eso es una inversión para la creatividad futura.
Eduardo Wilde con “La Lluvia” y “Tini”, dos de sus relatos inmortales, de alguna manera pone en boca de sus personajes su experiencia personal a lo Sartre. Con alguna enfermedad y con esa secuestro natural que son los días de lluvia en la infancia. Mezcladas, fiebre y lluvia, llevan a momentos maravillosos: “No tenía muslos, ni vientre, ni estómago, no tenía nada. Todo se lo había llevado la fiebre. ´Pero que la busquen a la fiebre y le pidan que me devuelva mis cosas´, me dio ganas de decir”.
Nacido como demiurgo precoz, el chico futuro escritor artista cree entonces que podrá reconstruir todo de nuevo perfectamente igual. Escribir, cuando las palabras le obedezcan, una especie de nueva versión de “Crónicas marcianas” pero para recrear la cuadra donde creció, incluso para seres que nunca conocieron nuestra civilización. No hay búsqueda de paraíso perdido en esta acción. Ni nostalgias ni epifanías. Es la necesidad de tomar posesión. Un terreno en Babia. Un registrar, un tomar notas, un acumular en imágenes sin planos y sin siquiera palabras.
Así como Picasso asumió que tardó sesenta años en pintar como un niño, quizás algunos escritores sepan sin mucha conciencia que la madurez narrativa es una excusa para escribir la infancia. Por algo las palabras de Sartre que se filtran de la literatura a la filosofía: “todo hombre tiene su lugar natural. No fijan su actitud ni el orgullo ni el valor: decide la infancia”.
La edad umbral de la infancia abarca a muchos autores y personajes: la de Alicia (Carrol); la edad de Demian (Hesse); la edad del niño que toca el tambor de hojalata (Grass); la edad de Silvio en el Juguete Rabioso (Arlt); la edad del heroico hijo del capitán humillado por Iván Karamasov, central en el desenlace de la más grande novela de Dostoievski; la imaginable edad del Niño Yuntero (Miguel Hernández); y la edad de los protagonistas de El Señor de las Moscas (Golding), adorables personajes como el del cuento La mamá de Ernesto, de Abelardo Castillo.
El Sartre de once años que saca a relucir el propio Sartre en su introspección quizás tenga la clave: es el paso de un día para otro. De dormirse con fiebre de niño y despertarse pensándose escritor. Luego llegan las adulteces que ponen a prueba la fidelidad con ese portal.
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