Las dudas de Miguelito


Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Nunca terminamos de ponernos de acuerdo sobre quién había sido el que tuvo la idea. El detalle, aunque parezca menor, es importante porque esa incertidumbre dejaría para siempre la sensación de que había sido una decisión compartida, un proyecto conjunto o colectivo del que ninguno de los cuatro pudo o quiso hacerse responsable.

Reinaldo, en uno de los asados que organiza en su casa los sábados al mediodía, empieza de buenas a primeras a hablar del viaje. Habla como si estuviera continuando algo que ya se había decidido o consensuado antes. El Mono lo mira con desconfianza, si no lo contradice es porque sabe que está bastante borracho y tal vez sea como dice Reinaldo y él no lo recuerde.

Reinaldo, entonces, decía, saca unas cuentas en el aire y los números le dan redonditos, en diciembre se cumplen treinta y cinco años del viaje de estudios a Bariloche, tenemos que revivirlo, o rememorarlo tal vez, no recuerdo. Es ahora o nunca, agrega para ponerle un poco de presión a sus amigos. Inmediatamente después toma la bandeja vacía y camina hacia la parrilla para volver con más asado.

A Zavalita se le encienden los ojos. Para Reinaldo es sencillo. Soltero, no tiene hijos, una carrera profesional sin altibajos, sobria, efectiva y al mismo tiempo austera, con fijar la fecha del viaje con una anticipación de diez o quince días es suficiente. Basta con avisarle a su secretaria para que invente un congreso en Londres y reprograme los turnos con los pacientes. A mí ni siquiera me preguntan, saben que para esas cosas siempre estoy disponible.

De Zavalita se podría decir que también es soltero. Su matrimonio duró dos meses, tampoco tuvo hijos. Titular de una empresa unipersonal de venta de artesanías y libros usados, habituado a la vida errante, a la bohemia, con muy pocas necesidades que atender, su única preocupación consiste en juntar unos pesos para renovarle cada tanto las cuerdas a la guitarra y permitirse algún que otro vicio. Enseguida confirma.

Al Mono en el taller le deben vacaciones. Me las pensaba tomar para navidad, dice con la voz algo pastosa por la cerveza, pero las pido ahora y listo.

A Pocholo y Miguel no les resulta tan sencillo. En la fábrica no habría problemas, podrían organizarse. Miguel puede pedir vacaciones para los dos ―porque no sé si dije que Miguel en la fábrica es el jefe de Pocholo―, incluso tiene pensada la estrategia para hacerlo. La producción durante octubre y noviembre está en su piso anual, qué mejor para el dueño de la empresa que adelantarles las vacaciones y tenerlos disponibles para los meses de verano. El problema va a ser en mi casa, dice Miguel, la bruja no va a querer saber nada.

Y algo de razón tiene, claro, aunque parezca mentira, Miguel suele ser el más centrado de todos. ¿Cómo explicar una locura adolescente como esa? Cuatro o cinco tipos de cincuenta y pico de años, amigotes de toda la vida, sueltos en Bariloche, rememorando un viaje de egresados ya casi olvidado. ¿Qué esposa se traga ese verso? Es más, si alguna lo aceptara sin objeciones sería decepcionante, provocaría sospechas.

La fecha del viaje se acerca y Miguel no termina de confirmar. Ya organizó las vacaciones, pero del viaje no ha dicho ni una palabra en la casa. Cuando en los asados de los sábados sacan el tema, empieza a dar vueltas, se pone incómodo, y si lo apuran les pide que no se hagan problema, que ellos vayan igual, que él verá a último momento si se puede escapar y si no, la próxima vez será.

Eso pasa porque ya te agarraron en cosas turbias varias veces, dice Zavalita, pero quedate tranquilo, nosotros te sacamos permiso.

Yo, si quieren, hablo con la patrona, dice el Mono largando una carcajada estridente y vaciando lo que queda de la lata de cerveza en un vaso de plástico.

Váyanse a la puta que los parió.

Una semana antes del viaje, Pocholo confirma. Eso sí, voy a tener que traer muchas cajas de chocolate para poder entrar a mi casa cuando vuelva. El Mono le festeja la gracia y le da unas palmadas en la espalda. Pocholo, ¡carajo!

Para todos nosotros, y sobre todo para Zavalita, la presencia de Miguel es esencial, Miguel no es uno más del grupo, Miguel siempre fue el más jodón, el que mejor se sabe manejar con las mujeres, el que tiene más cancha para ese tipo de cosas. Dicho de otro modo, con Miguel el viaje garantiza una semana inolvidable, sin él podría ser un bodrio.

Esa mañana, Pocholo, desde la fábrica, confirma por teléfono que Miguel está como de costumbre en su lugar de trabajo. Ese dato, crucial, permite que el plan acordado se ponga en marcha. Esperamos con el Mono en la esquina hasta que llegan Reinaldo y Zavalita. Cuando estamos por salir, Zavalita insiste una vez más en que Miguel se va a calentar si se entera. Reinaldo lo mira en silencio, da una pitada rabiosa y tira el pucho a la calle, se pone a caminar en dirección a la casa sin decir palabra.

Vas a tener que hablar vos, Mono, sos el que le tiene más confianza, dice después de hacer unos pasos. El Mono se queja un poco y al final acepta, medio a regañadientes.

La casa tiene una puerta baja de entrada que da a un pequeño jardín. Subimos dos o tres escalones y el Mono toca el timbre. Los demás montamos guardia como laderos, serios y sin poder disimular cierto nerviosismo. Recién cuando toca por tercera o cuarta vez, la puerta se abre apenas lo suficiente como para que alguien pueda espiar hacia afuera. Un momento después el movimiento se completa violentamente. La figura de la esposa de Miguel se recorta, plana, agigantada por el contraste que provoca la luz casi horizontal de la mañana sobre el hueco. Su mirada es de pavor más que de sorpresa. ¿Qué le pasó a mi marido?, atina a decir mirándonos alternativamente a cada uno. El Mono se pasa el dorso de la mano por la frente y nos mira. No, señora, no le pasó nada a Miguel, interviene Reinaldo, quédese tranquila.

Detrás de la mujer alcanzo a ver un destello, como si una puerta se abriera en el fondo y se volviera a cerrar de inmediato.

La señora de Miguelito mira hacia el interior de la casa y da un paso al costado, con el gesto parece invitarnos a pasar. Zavalita, el último en entrar, entorna la puerta y el ambiente se diluye en una penumbra densa. La mujer de Miguel lleva un bluzón traslúcido muy suelto a modo de camisón. Se pone sobre la espalda un saco de lana que encuentra colgado en una silla. Intenta estirarlo hasta cubrirse los pechos, incómoda. Retrocede unos pasos y cierra la puerta que da a la otra habitación cuando el Mono ya amaga con empezar a decir lo que había planeado. Busca las palabras más adecuadas para empezar su perorata, duda, vacila. Empieza por fin a dar vueltas sobre un discurso hilvanado en su imaginación. Por más que intenta, no encuentra el hilo del argumento que había ensayado, tira frases sueltas sin ir a ninguna parte, frases entrecortadas, imposibles de articular o ensamblar de manera que resulten en una idea más o menos coherente. Son treinta años, empieza diciendo, la idea fue de todos, van a ser pocos días, vamos en la camioneta de Reinaldo, no va a pasar nada malo.

Del otro lado de la puerta del fondo, que se supone debe dar a una habitación, se oyen ruidos. Lo miro de costado a Reinaldo y me doy cuenta de que está tan arrepentido como yo de haber hecho semejante estupidez. De haber caído en algo tan infantil.

La señora de Miguel empieza a fastidiarse, estruja el saco y lo tironea sin conseguir que le cubra del todo el escote. Es Zavalita el que finalmente toma la palabra y explica sin pelos en la lengua. Estamos organizando un viajecito a Bariloche y Miguel no quiere acompañarnos porque cree que te va a molestar. Con el tuteo parece querer romper con la formalidad del Mono. Nos alegraría mucho que Miguelito venga con nosotros, remata mientras intenta una sonrisa inocente.

La esposa de Miguel se sonríe, se tranquiliza, junta los brazos como si estuviera por rezar, intenta cubrirse una vez más el pecho y nos mira como se mira a un hijo que acaba de cometer una travesura inocente.

Quédense tranquilos, Miguel los va a acompañar. Y de inmediato camina hacia la puerta en señal de despedida.

El mono intenta una aclaración. Por favor no le diga que…

No se hagan problemas, responde la señora de Miguel antes de cerrar la puerta.

Afuera nos miramos los cuatro mientras Reinaldo saca el atado de cigarrillos, nadie es capaz de decir una palabra. Empezamos a caminar en silencio. Cuando llegamos a la esquina donde Reinaldo dejó la camioneta estacionada, el Mono propone que nos quedemos espiando. ¿Quién será el hijo de puta?, pregunta.

Reinaldo quiere irse lo más rápido posible. Eso no nos importa, Mono, no rompas las pelotas.

Vos sabés que yo le veía cara de mosquita muerta, dice Zavalita.

Qué cagada que nos mandamos, somos unos pelotudos, ¿cómo vamos a venir sin avisar?, dice el Mono, avergonzado.

Pobre Miguel, dice Zavalita, ¿y ahora quién se va a encargar de decírselo?

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1 comentario
  1. Garmcrypto7Ket dice

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