Aprendiendo a defender a la patria


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

La instrucción militar alcanzaba su etapa decisiva. Habíamos acampado en el cerro y desde ahí caminábamos durante horas, todos los días, para llegar a la cantera abandonada donde hacíamos las prácticas de tiro.

Aquella mañana, el sargento nos hizo alistar y nos ordenó a los diez primeros de la fila que fuéramos a buscar una de las mantas que formaban parte de nuestra bolsa de dormir. Las necesitaba para uno de los ejercicios que ensayaríamos ese día. Creo que sobre la manta, para que no se ensuciaran o perdieran las piezas pequeñas, debíamos ―con los ojos vendados― desarmar, limpiar y volver a armar el fusil

Por la noche, después de una jornada extenuante, un soldado del otro escuadrón nos devolvió las mantas. En lugar de diez, trajo nueve.

Cuando comprendí que yo sería quien se quedaba sin su manta, corrí desesperadamente, faltaba muy poco para la cena, hacía mucho frío.

―¡Parte para el sargento Brizuela!―, dije lo más fuerte que pude.

―¿Qué quiere soldado?

―Necesito que me devuelva la manta, mi sargento.

―¿Su manta? ¿Perdió la manta?, soldado.

―Es que usted me la pidió para…

―Esta noche va a estar de guardia a las dos de la mañana, soldado. A ver si aprende de una vez a cuidar sus cosas ―hablaba pausado, con mucha calma, casi sin levantar la voz, el bigote raleado que nunca dejaba de acariciarse bailaba ante el movimiento de su boca―. Y así todos los días hasta que aparezca la bendita manta.

Ya no tuve forma de defenderme. Me invadió una impotencia tan grande que las palabras se tropezaban en mi boca antes de salir.

Ese día hice guardia a las dos, que es el peor turno para una guardia. Nos acostábamos después de las diez, nos dormíamos un poco más tarde. A las dos había que levantarse en medio de la helada y con apenas un par de horas de sueño. El frío hacía imposible volver a dormirse a las cuatro, cuando nos reemplazaba otro soldado. A la seis tocaba diana.

Al quinto o sexto día mis ojeras parecían una mancha más del camuflaje que formaba parte de nuestro disfraz de Rambo. La falta de horas de sueño me impedía rendir mínimamente en las caminatas y en los ejercicios, en las prácticas de tiro o en los simulacros de combate. Me caía a pedazos. En aquella época todavía no se había puesto de moda esta expresión pero literalmente: estaba destruido.

Empecé a pergeñar un plan.

Me costó mucho decidirme a dar un paso tan audaz.

Esperé el momento más oportuno. Cuando lo vi alejarse, después de la cena, rumbo a su carpa, corrí detrás de él. Estaba a dos pasos de distancia y me detuve, pensé en volver y abortar ahí mismo la misión. El corazón golpeaba desde adentro del pecho como si quisiera salir corriendo. En eso, algo o alguien tomó el control de mis movimientos, me volví a acercar, no era yo el que empezaba a hablar…

―Disculpe, mi teniente primero.

El oficial se detuvo y se dio vuelta para verme. Me buscó con dificultad en la oscuridad del monte. Un primer gesto denotaba fastidio, después creí ver en su expresión un tímido asomo de compasión o más bien de indulgencia, ¿sorpresa? No sé si habrá sido el miedo que llevaba, que pudo haberme hecho ver cosas que en realidad no fueron, pero ahora que lo pienso, la expresión del teniente se correspondía con una idea que tranquilamente podría haber sido: qué tiernitos que vienen ahora los soldados. Así será imposible ganar cualquier guerra.

Hizo un gesto con la pera que quería decir: apurate pibe, ¿qué necesitás que tengo sueño?

Le conté muy brevemente la historia de la manta, del sargento, de los diez días seguidos sin dormir, del frío que sentía por la noche. No ahorré detalles dramáticos ni escatimé recursos histriónicos.

Sin dejar de mirarme, el teniente pegó dos o tres gritos. Casi al instante, el sargento Brizuela estaba a nuestro lado, firme, haciendo la venia, el bigote le lucía un poco más ridículo de lo que parecía habitualmente.

―Ordene, mi teniente…

Voy a usar una expresión sencilla que todos entenderán aunque sea incoherente o no tenga un sentido preciso: el teniente lo “levantó en peso” al sargento. Empezó haciéndole notar su falta de condiciones para ejercer el mando y siguió por su incapacidad para cuidar los pertrechos de su escuadrón. Si no entendí mal, hasta lo amenazó con degradarlo.

―Este soldado ya no hará guardias hasta que volvamos al cuartel ―dijo―, y ya mismo le consigue una manta ―los cachetes se le habían puesto colorados de repente―. Si no encuentra una, le da la suya, sargento.

Esa noche tampoco pude dormir aunque ya no fue por lo de la guardia. La escena con el teniente y el sargento no paraba de darme vueltas en la cabeza. Tenía miedo.

Lo primero que entendí fue que hasta el día que me dieran la baja tendría un encarnizado enemigo dentro del regimiento. Lo otro, que por primera vez en mi vida me había hecho respetar.

Y a veces se escucha a la gente decir que la colimba no servía para nada.

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