Libros| La máquina de escribir

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Sostiene César Aira que no tiene sentido escribir buenas novelas. Ya hay muchas, dice. Hay tantas, probablemente, que ya no alcanza una vida dedicada a la lectura para abarcar la narrativa que se extiende de Dickens y Balzac hasta Faulkner y Kafka. Resulta jactancioso, además, pretender escribir una buena novela si incluimos en esta clasificación a las que escribieron Joyce o Proust, Dumas o Musil. Mejor es tratar de ser original, distinto.

Para eso, Aira, escribe ignorando una de las reglas más elementales y recurrentes del oficio de escribir, la de corregir. Aira construye su novedosa literatura sin corregir. Y paradójicamente lo hace cuando corregir se ha vuelto mucho más fácil, más sencillo, tanto que es posible corregir antes de llevar al papel, antes de imprimir.

Corregir es, para el escritor nacido en Coronel Pringles, desdecirse, es ingresar en un círculo vicioso, es pretender una perfección inalcanzable. Porque, si se corrige para mejorar, habría que corregir hasta el infinito, hasta alcanzar ―tal vez no la perfección― pero al menos el nivel que impusieron Hemingway o Camus, Sarmiento o Rulfo. Entonces es mejor escribir y esperar revancha. Escribir como sea y si lo que se escribe es malo, compensar en el capítulo que sigue. Y así…

Este procedimiento implica un gran desafío. Quien lo utilice, mañana tendrá que hallar la manera de justificar a ese personaje al que hoy, cuando padecía un intenso dolor de estómago o estaba preocupado por la discusión que tuvo con su esposa a la mañana, arrastró hasta el absurdo o le hizo decir algo que da por tierra o contradice el argumento que más o menos tenía en mente.

No corregir es, en definitiva, un procedimiento tan válido como corregir hasta el hartazgo o, como decía Carlos Fuentes, verse en la obligación de publicar, en algún momento, justamente para cortar de cuajo un proceso cíclico de revisión que de subsistir indefinidamente daría por tierra con la literatura misma.

Podría agregar, sino fuera por temor a caer en un lugar común, que la literatura de Aira es un continuo huir hacia adelante, un método basado en el escape hacia el futuro, en el corregir haciendo, o rectificando.

No es poca cosa Aira. Es, nada menos, que la única posibilidad de que las letras argentinas consigan, de una vez por todas, el Nobel que le negaron a Borges. Nadie vende más que él, nadie es más traducido que él, nadie da lugar a mayor número de tesis de doctorado que él, nadie es más codiciado por las editoriales que él. Nicanor Parra inventó la antipoesía, Bilardo el antifútbol, Aira puede adjudicarse, sin remilgos, la antinovela. Mal no le va.

También afirma Aira, en otra de las escasas entrevistas que concede, que en realidad escribe para poder leer. La única manera de justificar esa actitud perezosa de pasarse diez o doce horas por día leyendo es declarándose escritor. Entonces, Aira escribe, todas las mañanas, una o dos carillas de ese texto que ya no tocará jamás y que pasará a la computadora tal como fue originalmente concebido. Recién entonces se siente libre de todo prejuicio y puede volcarse sin culpa al gran placer de la lectura.

¿Cómo empezar con Aira? No es fácil decidirlo si se tiene en cuenta que “El gran misterio”, publicado en 2018, es su libro número 100. Desde esta columna sugerimos, modestamente, “El tilo” (2003), “La guerra de los gimnasios” (1987), “La villa” (2001) y la ya legendaria “Cómo me hice monja” de 1993.

Lenta, tímidamente, Aira ha logrado imponerse como uno de los grandes escritores de lengua española contemporáneos. Para ello ha debido transitar por un camino marginal y a contramano de las convenciones literarias más aceptadas. El suyo es un intento desesperado por romper con la novela decimonónica y darle una nueva oportunidad a la literatura. No la desaprovechemos.

 

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