Cuento triste para esperar el verano
Escribe: Carlos Verucchi.
Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Es como un despertar repentino. De buenas a primeras. De la noche a la mañana. Y lo de la noche no sólo es metafórico en este caso, también es real. Porque qué más noche que ese mes de la guerra.
Han dejado de poner Aurora antes de entrar a las aulas, encontraron una marcha sobre las islas que resulta más adecuada a las circunstancias. Forman, como siempre, en el patio cubierto. Solamente el abanderado y los escoltas salen a caminar por encima de la helada. Unos pocos pasos, apenas, hasta el mástil. El resto mira desde adentro a través del omnipresente vidriado. Los rostros ahora más severos que antes. El frío de los soldaditos, que les llega por televisión, atempera el frío del mayo pampeano.
Tras su manto de neblina…
El abanderado engancha el trapo azul y blanco en la cuerda de acero y espera para sincronizar el izado con la marchita, que de inmediato empieza a sonar, adentro y afuera, estrepitosa, anacrónica en su propósito de enardecer, como toda marcha, en el preludio de la batalla, efectiva en su intención más inmediata de promover el despertar patriótico de todo un pueblo. Los preceptores alertas, el gesto inclemente frente a las columnas de estudiantes. Inhibiendo cualquier intento de romper con la sacralidad marcial que las circunstancias merecen. Viéndolos menos como alumnos del colegio que como futuros soldados. Prestos a morir, en su mayoría imberbes aún, por esa entelequia que la profe de Formación Moral y Cívica llama Patria.
Así, con mayúsculas.
Pero la patria deberá esperar a otros héroes. Los trenes que habían sido despedidos con júbilo vuelven a pasar. Ahora en sentido inverso a como habían pasado meses antes. Nadie los espera en la estación. Escondidas ya las banderitas, enronquecidas las gargantas, despejados los ojos de las nieblas de la ingenuidad.
Por eso ahora es como un despertar repentino. Se han apagado las ínfulas patrioteras. Los estrategas de la guerra escapan como rata por tirante, quieren largar todo lo antes posible. Preparan la retirada. Aunque no lo sepan están ensayando ese artilugio que ahora llaman “control de daños”. Y en esa transición permiten cosas. Levantan ciertas restricciones. O tal vez sus antiguas víctimas se permiten cosas cuando perciben que el control afloja un poco. Ven mellada la autoridad. Ya no hay miedo sino decepción, ya no inspiran respeto sino odio o en todo caso vergüenza ajena.
La bandera se pierde en la neblina cerrada del amanecer, cerca de la noche que todavía perdura, terca. La marchita apaga sus últimos acordes en matemática sintonía con el movimiento de ascenso de la insignia de dos dolores y sol bordado en el centro. Nadie se anima a volver a poner Aurora. Sería más humillante en la derrota.
En el recreo, sin embargo, son otros los acordes. Alguien de sexto ha afinado la vieja guitarra que el profe de música ya no usa. La ronda se acomoda en histérica concentricidad. Las caras temerosas, el chico de primero como campana en la puerta del comedor. Canta el de la guitarra y la ronda lo sigue. “Libertad era un asunto, mal manejado por tres, libertad era almirante, general o brigadier”.
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