Estertores

Escribe: Carlos Verucchi.


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Cualquiera diría que son sólo estertores. Estériles resistencias ante una agonía que parece indeclinable. Manotazos de ahogados. Cada tanto pasa, una chispa enciende la indignación y el pueblo sale a la calle, obliga a gobernantes genuflexos a salir corriendo con la cola entre las patas, a sacar del congreso leyes con las que ayer aspiraban a subir de categoría en el escalafón de alcahuetes del establishment. Pasó en Chile hace poco, pasa en Colombia ahora mismo. Pasó antes en España, en Argentina y en la mismísima Nueva York.

Si atendemos al punto de vista del periodista español Joaquín Estefanía, expresado en su ensayo “Revoluciones: cincuenta años de rebeldía (1968-2018)”, Editor        Galaxia Gutenberg, 2018), los movimientos como el 15M español, el levantamiento estudiantil en Santiago de Chile de hace unos años o cualquier otro movimiento espontáneo de “indignados” que salen a la calle a pelear por sus derechos, serían coletazos de aquellas movidas más generalizadas de los años 60 que tuvieron en el Mayo Francés, la Primavera de Praga, la masacre de Tlatelolco, (agreguémosle por nuestra cuenta y para darle un color local al razonamiento, nuestro famoso Cordobazo) sus puntos sobresalientes.

El grito del pueblo colombiano es el mismo que cada tanto aflora en distintas ciudades del mundo. Gritos que conservan reminiscencias de las voces de Rosa Luxemburgo o Luther King, Espartaco o los anarquistas españoles que sostuvieron en Barcelona la República hasta la muerte, de Camila Vallejos o Agustín Tosco. (La lista sería interminable)

Pero el mismo Estefanía nos advierte sobre el alcance de estos movimientos, destinados todos al fracaso casi inmediato, a la intrascendencia. Los jóvenes de los años sesenta envejecieron colaborando con la contrareforma neoconservadora que impulsaron brutos como Thatcher y Reagan, bailando sobre los escombros del Muro de Berlín proclamaron el fin de la Historia, larga vida al capitalismo sin ataduras, sin encorsetados que limiten sus facultades todopoderosas. Facultades con las que se mantiene el constante flujo de riquezas hacia arriba, con las que se asegura un crecimiento económico constante a expensas de poner en riesgo el planeta, de empujar a la raza humana al precipicio del exterminio.

Debemos reconocer que tenía razón Mario Vargas Llosa cuando desestimaba el movimiento de los indignados españoles: “¿Qué puede haber en común entre los ecologistas que piden políticas más radicales en la protección del medio ambiente y los iracundos del Bloque Negro que devastan los comercios e incendian automóviles? ¿Qué entre los prehistóricos estalinistas y los antediluvianos ultranacionalistas? ¿O entre las pacíficas e idealistas ONG a las que moviliza el deseo de que los países ricos condonen la deuda de los países pobres, o aumenten la ayuda para la lucha contra el sida, y los grupúsculos y bandas de extrema derecha y extrema izquierda, tipo ETA, que concurren a estas demostraciones por razones de autopromoción?”

Nada, es cierto, no hay nada en común. Y por eso nada relevante puede salir de movimientos como el del pueblo español o ahora el colombiano. O del chileno o del que fuere. Estos estertores no son otra cosa que la ira repentina de un rejuntado de resentidos, fracasados en términos de las pautas de éxito que impone el mismo sistema, mezcla rara de desocupados y ecologistas, jubilados que no llegan a fin de mes, ciudadanos asfixiados por los bancos y acobardados por la falta de perspectivas para sus hijos, sus nietos y la descendencia de las próximas veinte generaciones y hasta nenes de mamá que salen a tirarle piedras a la policía por puro afán de aventura y después de haberse metido la VISA del padre en la mochila. No hay un objetivo común que los aglutine, no hay una ideología que los hermane o los oriente en una determinada dirección, nadie podría imaginar el perfil que debería tener un aspirante a líder.

De todos modos, no hay nada más conmovedor que ver al pueblo cuando se levanta. Manuel Scorza lo dijo con elegancia: “Hay cosas más altas / que llorar amores perdidos: / el rumor de un pueblo que despierta / ¡es más bello que el rocío! / El metal resplandeciente de su cólera / ¡es más bello que la espuma! / Un Hombre Libre / ¡es más puro que el diamante!

Esta columna me está saliendo como las que escribían Mario Benedetti u Osvaldo Bayer en los años noventa. Me refiero al tono, claro, no a la calidad del texto ni a la profundidad del razonamiento. Pero ya que estamos con Vargas Llosa, recordemos que alguna vez, hace muchos años, nos enseñó que se escribe con las tripas, con el estómago. Imagino a varios de mis más críticos lectores acusándome en Facebook de “nostálgico de la violencia”, de “joven idealista” (lo cual agradecería más por el sustantivo que por el adjetivo), de apologista de aquella famosa “juventud maravillosa”.

“Ahora que no existe el comunismo”, diría León Gieco, el poder del capitalismo neoliberal se ha vuelto hegemónico (con honradas excepciones, claro). Si, como se decía en los años sesenta, la burguesía es una señora gorda, la burguesía actual debe ser una señora gorda, fea, con mal aliento y bigotes. Y que me perdonen lectoras y lectores el carácter machista de la metáfora, machista e incorrectísimo políticamente hablando, hasta literariamente pobre si se quiere, pero cómo no acudir al ingenio que sobraba en aquellos convulsionados años sesenta, tal vez el único y más valioso legado del Mayo Francés y la Primavera de Praga, de los hippies y los rockeros pacifistas.

Tampoco los colombianos que ganaron las calles saben lo que quieren. No tienen un plan, no tienen un modelo alternativo, ni siquiera podrían imaginarlo. Sólo saben de qué cosas están hartos. Sólo quieren molestar, descargar la bronca, romper todo (o al menos algo), hacerse notar, mostrar que están vivos, escupir sobre los canapés de caviar que se ofrecen en los mítines donde deciden su futuro, mostrar sus sonrisas melancólicas, avisar que van a resistir, que no será tan fácil domesticarlos, que todavía llevan sangre en las venas, que se cagan en todo, bah, porque no tienen mucho más que perder.

Ya no hay ideologías que los ampare, segundo mundo que atemorice a sus enemigos, materialismo dialéctico que les dé esperanzas racionales. Ahora son los indignados, los marginados, los sin tierra, los perseguidos.

Nunca sabrán que tal vez están salvando el mundo.

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