Improvisado e infundado ensayo sobre la memoria


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

¿Qué es un recuerdo? ¿Cómo se construye un recuerdo? ¿Es posible recordar algo que no hemos vivido? ¿Qué recuerda sobre la Revolución Francesa, alumno Gómez?, pregunta la profe de Historia un instante antes de que el Flaco Gómez empiece a transpirar. Entonces ¿es posible recordar hechos, circunstancias, anécdotas, entramados de causas y efectos de situaciones históricas que no hemos vivido?

Ya no recuerdo cuál era la respuesta más conveniente para dejar satisfecha a la profesora de Historia y aspirar al menos a un siete. Esa respuesta que Gómez difícilmente pudo haber hilvanado. Y es un alivio no recordarla, porque aquella respuesta de manual o de “receta”, bajo ningún punto de vista permitía siquiera acercarse ni remotamente a lo que debe haber ocurrido en aquellos años turbulentos de finales de siglo XVIII. Pero si alguien me hiciera esa pregunta ahora, acudiría posiblemente, para responder, a los recuerdos que me quedaron de la novela “Los dioses tienen sed”, de Anatole France. No hay libro de Historia que me haya permitido acercarme más a la Revolución Francesa y que haya podido explicarme de manera más verosímil tamaña demostración de violencia que aquella novela publicada en 1912. Anatole France nació más de cincuenta años después de la revolución y murió mucho antes de que yo naciera. ¿Qué eficacia puede tener una construcción mental, a través de la cual imagino o explico la Revolución Francesa, cuando fue desarrollada con procedimientos tan poco confiables?

Con procedimientos tan poco rigurosos, es imposible hallar, en el mundo, dos personas para las cuales la Revolución Francesa haya sido la misma cosa. Entonces no hubo revolución o, si la hubo, lo que en aquel caso realmente sucedió resulta totalmente irrecuperable.

Los procedimientos científicos reclaman razones verosímiles, rigurosas, encadenamientos de causas y consecuencias perfectamente alineados y unidos por medio de eslabones rígidos, indeformables. La realidad, sin embargo, está gobernada por imponderables. Los imponderables son desechados ante cualquier pretensión historicista, los humanos necesitamos convencernos de que vivimos en el terreno de lo predecible, que a más b es igual a c y así será por siempre y en cualquier circunstancia. Ese racionalismo falla en las pesadillas, en las que la fuerza de nuestras piernas no alcanza a imprimir la velocidad necesaria a nuestro cuerpo para escapar del monstruo, velocidad que sí alcanzaríamos en la vigilia, donde las cosas son al pan, pan, y al vino, vino. Y por eso mismo son pesadillas, porque los hechos que allí se suceden no se enmarcan en ninguna lógica. Según Víctor Hugo, Francia perdió en Waterloo porque el día anterior a la batalla había llovido: la táctica de Napoleón era efectiva sólo en un terreno seco. Tal vez el caos es más protagonista de lo que pensamos.

No pretendo responder a todas las preguntas formuladas hasta aquí, ni siquiera a una sola de ellas. Pero tal vez resulte útil buscar un ejemplo más cercano. Tenía quince años durante la Guerra de Malvinas. ¿Viví entonces aquella guerra? Claro que no, también me la contaron. Eso sí, a diferencia del ejemplo anterior, quien me la contó estaba vivo cuando lo hacía y además trasmitía en directo y a todo color por canal 7. ¿Tiene entonces más validez o es más confiable que lo que Anatole France me contó sobre lo ocurrido cincuenta años antes de su nacimiento? Si me apuran digo que no. ¿Por qué debería serlo? Lo que resulta innegable es el conocimiento del ambiente en el que esta guerra se desarrollaba: todos vimos pasar los trenes con los soldados, y vimos a esa madre despidiendo al hijo que se iba a la guerra, sentimos el terror de comprender que “la mano venía realmente fea” cuando el cura se refirió al asunto en el sermón del domingo a la mañana.

Ese conocimiento del contexto, del marco en el que se desarrolló la guerra, claramente ayuda a consolidar una interpretación.

Pero no era mi intención entretenerlos hoy con las historias anteriores al momento en que tuve uso de razón y las que sucedieron después de ello. Quería hablarles justamente de las que ocurrieron en el preciso momento en que estaba desarrollando esa ambigua y nunca claramente definida capacidad del uso de la razón. Porque de lo otro, de lo anterior, hay toneladas de papel imprenta con intentos de respuestas.

Era como un murmullo. Un murmullo que me distraía mientras jugaba. Radio Colonia se me metía en el cerebro sin que yo lo supiera. Informaciones sobre militares y subversivos resultaban dramáticas en la medida en que mi viejo fruncía más o menos el ceño (permítanme este patético lugar común). Canciones de Sui Géneris se pegaban a mi conciencia antes de que pudiera procesar sus letras. Imágenes como la de mi vieja con la oreja pegada a la radio cuando mi viejo viajaba a Buenos Aires: “¿cuándo no van a dejar en paz estos hijos de puta?”, se preguntaba. Yo no entendía, pero el odio iba entrando en mis venas, somos animales, primero están los instintos, después viene la razón.

Muchos años después se despertó en mí el interés por el tema. Busqué libros, recorrí autores, vi películas. Ocurrió lo que Proust de algún modo adelantó: los recuerdos afloraron, aquellos registros inadvertidos, silenciosos durante años en mi memoria, de pronto tuvieron sentido. Una canción de Sui Géneris tuvo el efecto que tuvo una magdalena en el autor de “En busca del tiempo perdido”. La voz trémula y enigmática del locutor de Radio Colonia me resultó reveladora, la mañana que con mi abuela hicimos tres cuadras de cola para poder comprar un kilo de pan aclaró las cosas. Y entonces supe, casi de inmediato, sin que razón o concepto teórico de cualquier naturaleza mediara, de qué lado me había tocado quedar, a qué orilla de la grieta pertenecía. Comprendí que de eso que nos ocurre entre los diez y los quince o dieciséis años, en el tiempo que los psicólogos llaman etapa de formación o de desarrollo de la identidad, no escaparemos nunca. Hay algo en ese período que se desarrolla y permanece al asecho. Está y no está. Está porque ya lo hemos asimilado y no está porque aún no nos resulta útil para una posible aplicación.

Todos los biógrafos buscan explicaciones sobre el personaje del cual escriben en sus años de niñez y adolescencia temprana. En las condiciones familiares y sociales que esos años de formación transcurrieron. Como si en ellos estuviera el secreto de actitudes posteriores. Y tal vez lo esté realmente.

En algún momento, tarde o temprano, eso que comenzamos a ser a las quince años aflora, nos deja en evidencia, nos descubre. El pasado, la historia vivida y la no vivida comenzarán a tener un sentido. Ya no hay escapatoria posible.

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