Lo que el agua se llevó

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Las revistas eran uno de los principales motivos de orgullo de mi viejo. Estaban impecables y no faltaba un solo número. Siempre contaba que las había empezado a coleccionar de chico, se las compraba mi abuelo en realidad. Haciendo cuentas muy sencillas, ahora, a la distancia, podría asegurar que los primeros ejemplares debían ser de fines de los años cuarenta.


Sólo a mí me las prestaba, siempre de a tandas, llevate de a cinco a tu habitación y cuando las leas las dejás otra vez en su lugar y te llevás otras cinco. “Su lugar” era un armario de madera que había en un galponcito al costado de la casa y parecía especialmente construido para que las revistas se alojaran ahí, los estantes con el distanciamiento justo entre ellos, la profundidad coincidente al milímetro con el ancho de las revistas.


Con aquella colección de El Gráfico yo me hice de cierta cultura deportiva. A decir verdad debería decir cultura futbolera, porque los artículos de boxeo y ciclismo no me atraían tanto como los de fútbol. Cultura que se extendía incluso hacia atrás de mi fecha de nacimiento. Recuerdo que una de las curiosidades más grandes era investigar quién había ganado el metropolitano en el año que yo había nacido, o la copa Libertadores de América, o quién era el goleador de Boca en ese tiempo.


En un momento dado apareció un competidor. Era un periodista del diario local que todas las semanas escribía una columna sobre historia del deporte. Me acuerdo que iba los lunes y se llevaba varios ejemplares con los que preparaba su nota, para él ―y esto me provocaba mucha irritación― no regía la restricción de los cinco ejemplares como máximo.


Cada jueves esperaba ansioso que llegara el diario a casa para mostrarles la nota a mis amigos del barrio, estas fotos están sacadas de las revistas de mi papá, decía orgulloso.


Cuando en el ochenta llegó la famosa inundación, mi viejo estaba en Bahía Blanca y no pudo regresar a tiempo. Al ver el primer hilo de agua que se metía por debajo de la puerta, mi vieja entendió que había llegado el momento. Eran como las diez de la noche y cada vez llovía más fuerte. Con mis doce años la ayudé como pude a subir los colchones arriba de la mesa, a juntar ropa de abrigo, frazadas, lo que hubiera para comer. Mis hermanas, más chicas que yo, lo tomaban como una diversión. Recién cuando estuvimos arriba del volquete que vino a buscarnos me acordé de las revistas. Era tarde.


Días después el agua empezó a bajar lentamente y pudimos volver a casa, el espectáculo era aterrador. El agua sucia que había desbordado el Tapalqué se había mezclado antes de entrar a casa con el aceite quemado de las locomotoras que corría por el famoso zanjón al costado de las vías. El olor a esa mezcla viscosa que había impregnado las paredes de mi casa tardó años en irse del todo.


El agua había subido hasta la mitad de la altura del armario de las revistas. Fue una de las primeras cosas que quise ver cuando entramos a casa, antes incluso que comprobar si mi bicicleta seguía en el garaje. Traté de sacar las revistas al sol pero enseguida me di cuenta de que sería inútil. Eran muchas las que se habían mojado y secar hoja por hoja sería, evidentemente, un trabajo tan arduo que inhibía de antemano cualquier intento. Rojitas me miraba desde una de las tapas, la pelota en una mano, la camiseta había cambiado el azul y oro por el verde oscuro que también teñía las paredes de la casa hasta el metro de altura.


Recién un mes después mi viejo pudo volver a Olavarría. Cuando lo llevé a ver las revistas las miró como si no quisiera verlas. A la mañana siguiente me dijo que había tomado una decisión y quería tener mi aprobación. ¿Qué te parece si le donamos las revistas al diario?, me dijo. Ya no tiene sentido tenerlas acá. Yo hubiera querido decir que no regalara las que se habían salvado pero no me animé. Para él una colección era una colección completa, no media.


Unos días después apareció el periodista y se llevó todo, nos dejó unos chocolates a modo de consuelo. Tiempo después, ya de grande, lo encontré un día entrando al Banco Nación y me reconoció. Me dio mucha bronca enterarme de que había logrado “salvar” una buena parte de las revistas mojadas.
Son sólo son dos las cosas que no le perdonaré nunca a mi viejo. La vez que me dijo que el Che era un simple aventurero y el día que me forzó a regalar mis revistas. Esas que hoy estaría confiándole a mi hijo de trece años para que las cuidara.

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