Los años felices

Escribe: Carlos Verucchi.


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

El Topo Gómez cada tanto nos pinchaba un poco. No puede ser que en cien metros no ganemos nosotros, justo en cien metros… Ganamos atletismo de punta a punta y perdemos los cien metros… ¿Cómo puede ser? Todo porque en Nacional aparece un flaco que mide como dos metros y se la pasa todo el día corriendo, entrenando… mientras ustedes, holgazanes de mierda, no son capaces de mover las piernas.

Miguel recoge el guante. Este año yo le gano, maestro.

El Topo nos tiene a todos en fila en la pista de atletismo de la escuela, se pasea por delante nuestro con las manos en la espalda, silbato y cronómetro colgados del cuello, la voz pausada pero firme, tipo milico.

Se acerca a Miguel y lo recorre con la vista de arriba abajo, un paso de distancia, ¿así que usted le va a ganar, alumno? La mirada socarrona, el tono despectivo entre la sorpresa y la duda. Se la deja ahí nomás, picando.

Vamos a dar tres vueltas a la cancha, dice, y pone a correr el cronómetro.

En marzo fue fácil porque todavía hacía calor y amanecía temprano. Miguel llegaba al colegio a las seis de la mañana y se ponía a correr. Entrada en calor con tres o cuatro vueltas a la pista de atletismo, después gimnasio, mucha pierna, muchas sentadillas. Al final hacía pruebas de velocidad. A las ocho menos cuarto ya estaba listo para entrar al aula, bañadito y peinado para el costado.

En julio la cosa se puso fea, el director quiso prohibirle que entrenara con temperaturas tan bajas, a veces estaba helando, esto es una locura, se quejaba. El Topo se interpuso, logró que lo dejaran ir a las siete y gestionó un permiso especial para que pudiera entrar media hora más tarde a clase. Empezó a ir temprano también él, le daba instrucciones, le tomaba el tiempo. Antes de las vacaciones de invierno ya había bajado dos segundos.

Llegó septiembre y Miguel era el más rápido del colegio. El Topo vivía dándole instrucciones, le pasaba listas con las cosas que tenía que comer, le hacía tomar vitaminas, le rogaba que descansara los fines de semana. Pretendía que no fuera al boliche los sábados, que no tomara alcohol. Y Miguel al principio se lo tomaba en joda pero al final obedecía.

Empieza septiembre y llegan las olimpíadas. En la clasificación para los cien metros, el flaco de Nacional gana casi sin transpirar, canchereando. Miguel entra segundo, bastante más atrás. El Topo está que vuela, todo el esfuerzo fue de gusto, el flaco es bueno realmente, tiene condiciones, es más alto que Miguel y clavó un tiempo que él nunca podría igualar.

Dos días después se corre la final. Miguel escucha el grito de guerra y se prepara, Industrial, Industrial… Estira los músculos, hace piques cortos, practica la partida para no regalar ni una décima de segundo.

Largan.

El griterío en las tribunas se vuelve gutural cuando ven que Miguel sale medio paso adelante que el flaco de Nacional. Las piernas robustas pataleando en el aire pesado de la primavera, los brazos sacudiéndose con violencia, sincronizados con el paso. Cada vez que apoya un pie en tierra el golpe se reproduce en un temblor que le recorre el cuerpo, llega a los pómulos y los hace vibrar, rojos ya por el esfuerzo.

Miguel conserva a duras penas ese pasito de ventaja que sacó en el inicio. Faltan veinte metros cuando el otro se le pone a la par, las piernas más largas, un control más inteligente del desgaste físico, una estrategia precisa para planificar la carrera, la tranquilidad de saber que le alcanza con mantener el tiempo de la clasificación para que la carrera sea suya. Casi que lo que haga su rival no cuenta, no le importa.

La meta está a un paso y siguen a la par, la hinchada de Industrial evidentemente ha decidido gritar hasta quedarse sin voz, la de Nacional mira incrédula, expectante.

Entonces Miguel echa todo su cuerpo hacia adelante, da ese paso final con un resto de energía que no puede ser físico sino emocional, un resto que encuentra no se sabe dónde, que surge tal vez de recordar las madrugadas a la intemperie, el sudor en el gimnasio, los sábados sin salir a bailar, el olor a bosta de cuando daba la vuelta a la pista de atletismo.

Nadie recuerda haberlo visto llegar a la meta, la imagen que queda de aquella mañana son los saltitos que viene dando después, acercándose a la hinchada, avanzando de costado, golpeándose el pecho repetidas veces con el puño cerrado, apretujando la remera verde del colegio y estirándola hacia la tribuna como si fuera una ofrenda, como si dijera esto es lo que soy yo. Lo que todos recordaremos para siempre de esa mañana es la carrera enloquecida del Topo, que lo busca para tomarlo por atrás y levantarlo en el aire, para llevarlo en andas. Los ojos encendidos. La cara toda mojada de lágrimas.

Los comentarios están cerrados.

error: Content is protected !!