Los cuentos del verano: Voy y vengo, dijo el Loco Zurita

Cuentos / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Voy y vengo, dijo el Loco Zurita…

Y estuvo quince años en cana, completaba alguno de la barra.

Los dichos de un hipotético –improbable, diría Borges- Loco Zurita, nos acompañaron durante toda la adolescencia. Cualquier frase ingeniosa o pretendidamente inteligente que se nos ocurriera, era atribuida al famoso Zurita como para restarle importancia y privilegiar cierto dejo de modestia.

En nuestra barra, el Flaco Ferrero reunía casi todas las condiciones que, entre todos, a partir de cierta imaginación colectiva, suponíamos que debía tener el Loco Zurita. A tal punto que a veces los dichos graciosos eran asignados al Flaco en lugar de al Loco.

El Flaco era más grande que nosotros y trabajaba en la Municipalidad. Cuando tuvimos el conflicto con el viejo de enfrente de casa, se ganó la admiración e idolatría de todos nosotros por su coraje y el nivel de delirio que mostró.

Sobre la Pringles había un pequeño terreno que nos servía de potrero. El conflicto con el vecino que vivía pegado y que además era dueño del terreno, se produjo por los partidos que jugábamos los sábados a la hora de la siesta. Habíamos dibujado el arco sobre la pared con un pedazo de ladrillo, justo a la altura donde el viejo, del otro lado, tenía el dormitorio. La pared temblaba, y junto con ella probablemente la cama, con cada gol que metía el Bocha.

Estábamos preparándonos para el cruce decisivo contra el equipo del barrio de la Loma cuando vimos, una mañana, que estaban cerrando el potrero con un paredón, quiero decir, estaban haciendo privado algo que nosotros considerábamos propiedad del barrio. Ahora que lo pienso, aquello me recuerda a los lamentos de José Hernández cuando se empezó a alambrar la Pampa.

El Flaco nos dijo que no nos preocupáramos, que él mismo se iba a encargar del asunto. Conociéndolo, nadie tomó en serio sus dichos y tratamos de buscar la solución por otro lado. El caso es que consiguió un casco y logró que otro empleado de la Municipalidad lo llevara a la obra cuando el paredón todavía no superaba el metro de altura. La rastrojera azul, con la leyenda “Municipalidad de Olavarría” en ambas puertas, estacionó una tarde sobre el cordón y el Flaco se bajó displicente con unos planos en la mano. Hizo como que corroboraba ciertas medidas y después pidió hablar con el profesional responsable de la obra.

Los albañiles, desconcertados, no supieron qué hacer y decidieron llamar al viejo, que era quien los había contratado. Entonces el Flaco le dijo que el paredón no respetaba ciertas condiciones establecidas por la ordenanza número tanto y debían quitarlo si querían evitar una multa. El viejo estaba a punto de mandarlo a la mierda cuando el otro empleado municipal, desde la camioneta, dijo algo como “ingeniero, nos espera el señor intendente a las cinco”. El viejo dudó y al día siguiente detuvo la obra. El paredón quedó así para siempre, a mitad de camino, a media altura, a una altura que resultaba fácil de sobrepasar para cualquier pibe de quince o dieciséis años en buen estado físico. Después de unos días nos dio lástima y pusimos los arcos paralelos a la avenida, para no golpear sobre la pared y dejar de molestar al viejo cuando dormía la siesta. Desde ese momento se estableció una especie de pacto de convivencia implícito que, por varios años, nos permitió seguir entrenando. Al falso chofer de la rastrojera lo arreglamos con dos atados de cigarrillos.

En la época de la subversión –así se le llamaba en el barrio a los años setenta-, el Flaco, que jamás había tenido inclinaciones políticas o ideológicas de ninguna naturaleza, aprovechó la volada para secuestrar al hijo del panadero de la otra cuadra con la complicidad de un supuesto primo que había llegado de Buenos Aires. Pidieron que el dinero del rescate lo dejaran debajo de un banco en la placita España. Cuando fueron a retirar el botín, un policía salió de atrás de un árbol y se llevó en cana al Flaco y a su primo. Después de esa locura no lo volvimos a ver por bastante tiempo.

Cuando reapareció, con la vuelta de la democracia, algunos muchachos de la barra ya estaban casados, viviendo en otro barrio, algunos estábamos terminando de estudiar en la universidad. Quiso que nos juntáramos y claro, con la expectativa que generaba en todos nosotros enterarnos de las andanzas del Flaco, se organizó un gran asado en la casa de Marito Suárez, que era uno de los pocos que todavía estaba soltero.

El vino corría generoso y el Flaco, en su salsa, no paraba de hablar. Contó que después del secuestro, que según él había sido ordenado por el ERP, tuvo que exiliarse. Luego de un periplo por varios países, que contó con lujo de detalles, había recalado en Suiza, donde la alcaldía de no sé qué cuidad lo había contratado para que contara todas las noches la cantidad de patos que había en un pequeño lago artificial con el fin de comprobar que no faltaba ninguno. Tenía que haber exactamente cincuenta patos y si faltaba alguno debían reponerlo. Después de unos días se dio cuenta de que ahí nadie robaba nada, menos los patos que, por otra parte, tampoco se morían porque estaban bien alimentados por los chicos que visitaban el parque.  Tuvo miedo de quedarse sin trabajo. Entonces se confabuló con otro argentino para que fuera de madrugada cada tanto y se robara uno o dos patos. Levantó el vaso de vino por enésima vez y al mismo tiempo que largaba una carcajada estridente remató la historia. Vivimos cinco años comiendo patos, dijo.

Aquella vez, anduvo un tiempo dando vueltas por Olavarría hasta que se gastó todos los ahorros que había traído de Europa apostando a las carreras de caballos. Después volvió a desaparecer.

Hace unos años, no mucho antes de la pandemia, salí del banco y empecé a caminar por Necochea hacia Pringles. En el cruce con España me llevé por delante a alguien que venía distraído. Lo miré como para putearlo. ¿Chino?, me dijo. Miré con atención hasta encontrar en su cara flacuchenta rasgos conocidos. Flaco y la puta que te parió, le dije. Lo estreché en un abrazo, fue como aferrarme a una bolsa de huesos livianos y quebradizos, sueltos. A pesar de haber sido siempre el Flaco, me llamó la atención la fragilidad de su cuerpo y lo demacrado que se veía.

De inmediato empezó a contarme una de sus historias y cuando vi que iba para largo tuve que cortarlo en seco, en diez minutos tengo que estar en el trabajo, Flaco. Entonces, se puso serio. Mirá Chino, me dijo, estoy esperando que me salga un laburo, vos no tendrás… hasta la semana que viene eh, sin compromiso…

Metí la mano en el bolsillo, saqué todo lo que tenía en la billetera, doblé los billetes por la mitad y volví a doblarlos otra vez por la mitad, puse el manojo en su mano y le toqué el hombro sabiendo que nunca me devolvería un peso. Tenemos que hacer un asado, me dijo mientras trataba de relojear a cuánto ascendía el préstamo. Cuando quieras, Flaco.

Seguí caminando por Necochea y me acordé de cuando el Flaco convenció a Tito Barrionuevo de que se disfrazara para el corso. Te tenés que disfrazar de paquete olvidado, le dijo. ¿De paquete olvidado? Sí, es muy fácil, te metemos dentro de una caja, te envolvemos, te ponemos un moño y te quedás ahí toda la noche, sin moverte, quietito, quietito, si no te movés tenés grandes chances de ganar. Cuando terminó el corso nadie se acordó que Tito estaba haciendo de paquete olvidado en una esquina y lo dejamos plantado. Al día siguiente nos dio lástima y fuimos a la casa a llevarle de premio una gorrita de YPF que regalaban en la estación de servicio. Te dieron una mención en la categoría de mascaritas sueltas, Tito, le dijimos. Un hijo de puta, ese Flaco.

 Hace unos meses, el Gato Rivera vino con el cuento de que lo había visto en una plaza en La Plata, totalmente borracho, tirado en el suelo, barbudo y sucio. Me dio no sé qué molestarlo, nos dijo el Gato. Ayer vimos en el diario lo del accidente. Olavarriense atropellado por el tren en las afueras de la ciudad de Ensenada. Nos dio mucha pena, quisimos traer el cuerpo a Olavarría, pero como no encontraron a ningún pariente nos dijeron que no era posible.

El Loco Zurita no volvió más, ni de inmediato ni nunca. Ahora nos da vergüenza seguir haciendo esos chistes infantiles. Cuando nos juntamos a comer, más bien, nos contamos las hazañas de nuestros nietos, hablamos de fútbol.

Tampoco volverá el Flaco, ni sus ocurrencias, tampoco sus historias, verdades a medias, mentiras potenciales. Siempre haciendo equilibrio en la línea que separa lo verosímil de lo extravagante, de lo imposible. Para el Flaco nada era imposible. Cuando murió el viejo de enfrente, los hijos vendieron el terreno y ahora en ese lugar hay un edificio de varios pisos. El Prado Español ya no tiene huecos donde se pueda jugar a la pelota y en la placita tampoco se puede, instalaron juegos para chicos, levantaron una especie de santuario para rezarle a la Virgen de Fátima. Pero lo peor de todo es que ya no se ven chicos por la calle pasándose la pelota o jugando a las figuritas.

Yo prefiero imaginar que el Flaco sigue viniendo como todas las mañanas por Luis Torres hacia Pringles, el paso cansino, las manos en los bolsillos, tratando de llevarse el flequillo para atrás con un cabezazo corto, pergeñando alguna de sus historias, queriendo imponerse en el folklore del barrio por encima del Loco Zurita, nada menos.

Sin el Flaco hemos perdido ese punto de referencia que nos permitía espiar hacia atrás, vernos tal como fuimos alguna vez, tal como debemos ser todavía, en realidad, aunque no lo notemos. Con sus apariciones esporádicas, el Flaco parecía decirnos, ojo, no se olviden de dónde salimos.

No pretendan cagar más alto de lo que les da el culo, dijo el Loco Zurita, dijo el Flaco una vez.

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