Mirarnos desde afuera

Escribe: Carlos Verucchi.


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

La historia es bastante conocida. Witold Gombrowicz nació en Polonia. Pertenecía a una familia aristocrática. Estudió Derecho y paralelamente comenzó a mostrar ciertas inquietudes literarias. Publicó varias historias breves y comenzó a frecuentar los ámbitos intelectuales de Varsovia. En 1937 se conoció su primera novela, Ferdydurke, una sátira que muestra la realidad desde la perspectiva de la inmadurez, un experimento literario ambicioso que despertó interés en su país natal.

En 1939 ya es un intelectual de cierto renombre. Lo invitan a viajar a Buenos Aires, donde tiene proyectado dar algunas conferencias y participar de eventos culturales. Apenas el barco se lanza a cruzar el Atlántico los nazis invaden Polonia, la Segunda Guerra Mundial ha comenzado. La estadía de Gombrowicz en Argentina, que debía extenderse por dos semanas, se prolonga por veinticuatro años.

Vive durante un tiempo en situación de pobreza. Después consigue trabajo en el Banco Polaco, da clases particulares de filosofía, deambula por el interior del país. Unos años después algunos amigos le proponen traducir en colaboración Ferdydurke al castellano, no tanto como un intento de acercamiento a su obra sino como una excusa para enseñarle un idioma que no terminaba de asimilar.

En 1967 publica “Diario argentino”, una recopilación de reflexiones que surgen de su exilio en argentina, siguiendo un recorrido que parte en Buenos Aires y sigue en Tandil, Rosario, Córdoba. Su mirada sobre la idiosincrasia nacional, sobre los acontecimientos políticos de esos convulsionados años, sobre el ambiente literario de Buenos Aires resulta particularmente atractiva porque se sostiene en la “mirada del extranjero”. Gombrowicz mira con desdén, observa sin demasiada atención lo que ocurre a su alrededor sin sospechar que terminaría quedándose tantos años aquí, mira con la mejor óptica con que puede mirarse cualquier cosa, la de la imparcialidad.

“La característica de Argentina es una belleza joven y baja, próxima al suelo, y no se la encuentra en cantidades apreciables en las capas medias o superiores…”, reflexiona, “…Aquí solamente el vulgo es distinguido. Sólo el pueblo es aristócrata. Únicamente la juventud es infalible”.

Si quisiéramos encontrar la motivación de sus observaciones, tal vez deberíamos buscarlas en su doble carácter de marginado. Alguien que nació y se formó en Polonia ―nación relegada de Europa, permanentemente a merced de las intrigas y pujas de las grandes potencias― y que le toca vivir un exilio inverosímil y grotesco en Argentina, suburbio ya no de Europa sino del mundo.

En reiteradas oportunidades Gombrowicz refleja en su diario las impresiones que surgen de sus esporádicos contactos con los círculos intelectuales más encumbrados de Buenos Aires: “En esa cena estaba también presente Borges, quizás el escritor argentino de más talento, dotado de una inteligencia que el sufrimiento personal agudizaba; yo, con razón o sin ella, consideraba que la inteligencia era el pasaporte que aseguraba a mis ‛simplezas’ el derecho a vivir en un mundo civilizado. Pero prescindiendo de las dificultades técnicas, de mi castellano defectuoso y de las dificultades de pronunciación de Borges, quien hablaba rápido y poco comprensiblemente, omitiendo también mi impaciencia, mi orgullo y mi rabia, tristes consecuencias del doloroso exotismo y del consiguiente aprisionamiento en lo extranjero, ¿cuáles eran las posibilidades de comprensión entre esa Argentina intelectual, estetizante y filosofante y yo? A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París. Para mí la inconfesable y silenciosa juventud del país era una vibrante confirmación de mis propios estados anímicos, y por eso la Argentina me arrastró como una melodía, o más bien como un presentimiento de melodía.”

El exilio ofrece un cambio de perspectiva. Difícilmente pueda verse, desde afuera, igual a como se ve desde adentro. Y más difícilmente aún pueda verse desde adentro, viniendo de afuera, tal como ven aquellos que siempre estuvieron adentro. No es un juego de palabras, es una invitación a recorrer las páginas de “Diario argentino” y de toda la obra de Gombrowicz. La inteligencia y la agudeza para ver el detalle siempre son seductoras.

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