Pequeño manual del perfecto tilingo argento


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Hay un sector de la clase media argentina (alguna vez populosa y ahora flaca como un poste haciendo dieta) que desde hace unos años manifiesta una exaltada consternación contra aquellos que tiran papeles en la calle.

Siempre ha sido esta actitud motivo de gran curiosidad para mí.

Hablo de papeles de caramelos, envoltorios de masitas o latas de cerveza vacías.

Indagando un poco sobre el tema, me enteré de que esa aversión surge principalmente de aquellos que en los buenos tiempos tuvieron la oportunidad de viajar a Europa y se admiraron, ya no por las pinturas del Louvre o las historias que esconden las callecitas de Barcelona, sino porque allá la gente civilizada, no tira papelitos a la calle.

Son esos típicos argentinos que, cuando te encuentran, te comentan: “Che, ¿vos sabés que estuve en Roma?”

“Ah, ¿sí? ¿No me digas, che?”.

Y uno, ingenuo, esperando una lección de historia antigua, una reflexión sobre las condiciones de vida de los antiguos esclavos del Imperio, o una descripción técnica de los acueductos —o algo por el estilo—, pregunta ingenuamente: “¿Y, qué onda?”.

A lo cual recibe a cambio el clásico: “Ah, ¿no sabés? Otra cosa… otra cultura, las veredas limpias, todo prolijo, los colectivos y los trenes respetan los horarios, la gente es educada; metés una moneda en una ranura y te sale el primer mundo en miniatura…”

Me voy a tomar el atrevimiento de avisarle a este típico argentino un par de cosas. Primero, que si los suizos o los alemanes no tiran papeles en la calle es porque tienen la gran fortuna de vivir en una sociedad donde no hay ciudadanos tirados en la calle. Es decir, tienen resueltos problemas más importantes y eso les permite ocuparse de las estupideces.

Ahora, cuando alguien trata de trasladar esa lógica a la Argentina, donde hay ciudades en las que miles de personas duermen en la calle, deja de ser una persona civilizada para convertirse, o en un tilingo o una tilinga, o bien en un hipócrita.

Voy a tratar de dar un argumento que refuerce esta hipótesis. Hace unas semanas, leí una noticia que daba cuenta de que el jefe de gobierno de CABA, Jorge Macri, pretendía cobrarles una multa a los hambrientos que salen por las noches a revolver la basura con el fin de encontrar un pedazo de pan duro, por desordenar los contenedores de basura o engrasar las veredas con los restos de la hamburguesa que el gordito de la esquina dejó por la mitad.

Pero lo peor de todo es que esta iniciativa de Macri fue forzada por las constantes denuncias de los habitantes de la ciudad, las cuales, en lugar de sentir consternación al ver a una madre que camina por las calles con cinco hijos buscando comida, se siente molestos porque les ensucian la vereda.

Hasta acá parece un chiste, pero lo realmente grave es que el Jefe de Gobierno porteño adhiera al reclamo, es decir en lugar de buscar el modo de ayudar a la horda de hambrientos que salen de noche a mendigar, pretende meterlos en cana por ensuciar la ciudad. Si antes parecía una broma de mal gusto, visto de este modo parece más bien una muestra incontrastable de que eso que llamamos democracia, y de lo que muchos estuvimos argullosos, ha caído en la vertiente más bastarda y tilinga que se pueda concebir.

Un sistema cuya razón de ser es la búsqueda de la igualdad, castiga al pordiosero que deja sobras de comida en la calle en lugar de trabajar para que dejen de ser pordioseros.

Me permito conjeturar que, mientras existan inadaptados que tiran mugre a la calle, tendremos todavía alguna esperanza como sociedad.

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