Te corro con el apellido

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Que los niños recién nacidos lleven el apellido del padre es una muestra más de la cultura machista asimilada por siglos. Si bien en la actualidad existe libertad para que los padres decidan si sus hijos llevarán uno o dos apellidos y en este caso, incluso, pueden determinar libremente el orden en el que figurarán en el documento de identidad, tradicionalmente se utilizó en Argentina únicamente el apellido paterno. Salvo, claro, que la familia fuera patricia y resultara en tal caso conveniente mantener el doble apellido con el fin de multiplicar por dos el estatus de la descendencia.

Las familias hidalgas, como todos sabemos, eran reticentes a abrir sus fortunas a circunstanciales advenedizos, para evitarlo forzaban a sus descendientes a casarse con miembros de familias pertenecientes a su misma clase social. De tal modo, las tierras que eran de su propiedad se mantenían concentradas en un puñado de familias tradicionales.

Así, apellidos insignes pasaron a la historia manteniendo esa dualidad de estirpe aristocrática, como por ejemplo los Álzaga Unzué o los Pereyra Iraola que llegan hasta nuestros días.

Cuando la alcurnia empezaba a ralear y ya no era tan sencillo convencer a las hijas de que se casaran con el primo, el linaje comenzó a contaminarse. Aparecieron combinaciones de apellidos vulgares y aristocráticos, siempre este último en segundo lugar, obviamente: un Rodríguez Larreta sólo se justifica en ese orden, sería completamente ridículo como Larreta Rodríguez.

Los apellidos extranjeros eran bien vistos sólo si eran de procedencia británica o francesa. Judíos, tanos y gallegos no merecían el respeto de una estirpe criolla que veía incluso con prejuicio e irritación al inmigrante pobre (pensemos en la novela “En la sangre”, de Eugenio Cambaceres, por ejemplo).

La tendencia actual de registrar a los niños con el apellido del padre y de la madre, de alguna manera corrige cierta práctica machista y, al mismo tiempo, diluye prejuicios, evita sospechas respecto a la intención de incorporar un segundo apellido con fines puramente presuntuosos.

El humorista Luis Landriscina dijo todo esto con humor y más brevemente a través de uno de sus personajes: el Dr. Bedoya Campos. Alguien que corregía a todo aquel que por descuido (o mala intención) olvidaba su título universitario y su segundo apellido cuando lo citaban. Dr. Bedoya Campos, m’ hija, si no le molesta.

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