Todas, todos y todes

Escribe: Carlos Verucchi.


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

No cabe la menor duda que el idioma castellano posee rasgos insoportablemente machistas. Una manifestación más del despropósito de una civilización construida sobre la opresión y el sometimiento de uno de sus sexos en virtud del otro, del ninguneo permanente de una de las mitades de la especie. Mitad que por razones evolutivas desarrolló en menor medida su capacidad física para ejercer la violencia sobre el prójimo y por consiguiente quedó relegada. Los intentos por revertir esta injusticia ancestral resultan conmovedores, esperanzadores, una señal de rebeldía que nos otorga alguna que otra chance de prosperar como cultura.

Sin embargo, las soluciones propuestas no terminan de convencer, no logran instalarse en el inconsciente colectivo, no han podido afianzarse como parte de ese mecanismo automático y casi inconsciente que nos sirve para exteriorizar un pensamiento, una declaración, una pregunta.

Cambiar la “a” o la “o”, con la que se identifica el carácter femenino o masculino de una palabra, por una “x”, rompe con uno de los principios básicos de la escritura: la relación íntima entre los sonidos y las letras. Impide, esta alternativa, llevar a cabo esa acción tan compleja y ejercitada por hombres y mujeres: el “leer de corrido”, entorpece la acción de conferirles musicalidad a las sílabas que conforman una oración, para convertir el símbolo frío y silencioso de la tinta en el papel en sonido, en canto cuando el texto lo permite.

Usar el famoso y tan cuestionado todes y sus derivados, resulta aún inconsistente. Esa alternativa no responde a todas las preguntas, no da opciones a todas las expresiones, es incompleta aún, insuficiente. Muchas veces he leído textos que intentan aplicar esa nueva regla de la comunicación inclusiva y que la mantienen con gran esfuerzo apenas durante los primeros párrafos. Luego caen en lagunas o en virajes hacia lo tradicional, y no es que se distraiga el autor en su propósito sino que chocan con la incompletitud de la alternativa, se ven condenados a limitar el potencial del lenguaje en su capacidad de expresión, se sienten asfixiados.

Finalmente, el todos y todas, el alumnos y alumnas, el ciudadanos y ciudadanas, resulta útil, atinado, consistente, recomendable, plausible. Pero totalmente antinatural. No descubro nada si digo que el lenguaje está en permanente evolución. Esa evolución tiene una regla, una causa fundamental que la motoriza: el avance hacia la sencillez, hacia la simplicidad.

Propongo un ejercicio, leamos una página cualquiera del Quijote, publicado en 1605. Después leamos a algún escritor español del siglo XVIII, después a cualquier decimonónico (acá hay muchos y buenos, Sarmiento sin ir más lejos). Leamos un cuento de Borges y finalmente a algún contemporáneo, pongamos a la galardonada y actualmente controversial Claudia Piñeiro para ser más concretos. En esa recorrida veremos ni más ni menos que la evolución del lenguaje a lo largo de cinco siglos. El modo en que se dio esa evolución nos va a resultar evidente por comparación, por contraste. Evolucionó hacia la simplificación y la economía de recursos, recursos retóricos, estilísticos, lingüísticos. Cervantes necesitaba dos carillas para decir que Sancho fue a tomar agua, acción que en cualquier novela actual se resume justamente a dos renglones.

Si atendemos a esta evidencia, no podemos menos que dudar de un proceso evolutivo inverso, es decir dudar de la posibilidad de que el lenguaje, de buenas a primeras retroceda hacia la complejidad, hacia el derroche de recursos: ¿cómo acostumbrarnos a decir todos y todas si diciendo todos nos hacemos entender y es más fácil? Para sostener esa propuesta es necesario un esfuerzo mayor, incómodo en un contexto en el que cada vez más utilizamos siglas o emoticones para abreviar.

Esto no significa que debamos renunciar a la búsqueda de una alternativa que resulte viable y al mismo tiempo inclusiva. Que no entorpezca el vértigo con el que nos comunicamos actualmente (vértigo para decir cada vez cosas menos interesantes pero vértigo al fin) y que al mismo tiempo nos redima, como eslabones actuales de una cultura heredada, de la ignominiosa equivocación de sus orígenes.

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