Un comunista de café


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Cuando anochecía la década del 80, unas pocas dictaduras de las que había diseñado y propiciado Henry Kissinger para América Latina quedaban en pie.

El más pertinaz de los dictadores era el chileno Augusto Pinochet. En el 88 ya resultaba un poco vergonzoso que un país latinoamericano siguiera bajo los designios de un dictador cuando casi ni Guerra Fría quedaba. Las presiones sobre Chile empezaron a crecer y algún iluminado convenció al general de que llamara a un plebiscito para “legitimar” su autoridad. Obviamente, el tiro le salió por la culata: el 55% de los electores le dijo NO a la continuidad de Pinochet.

Desde ese momento comenzó una etapa de transición. Pinochet no quiso dejar el poder y solo aceptó convocar elecciones con la condición de que un tercio de la Cámara de Senadores fuera designado por él mismo; que él permaneciera como comandante en jefe del Ejército y como senador vitalicio; y que el PC siguiera en la ilegalidad para futuras elecciones.

La Concertación fue una alianza entre partidos de izquierda moderada, democracia cristiana y sectores de centro, constituida exclusivamente para ganarle las elecciones a la derecha pinochetista.

Así fue como el 11 de marzo de 1990 el demócrata cristiano Patricio Aylwin recibió la presidencia de Chile de manos del dictador Augusto Pinochet, y comenzó una etapa de democracia controlada o reducida en sus posibilidades, bajo la supervisión del antiguo dictador devenido en senador.

El proceso de desmilitarización de la política chilena fue lento y persistente. Duró décadas. Lentamente (tal vez demasiado lentamente), los partidos de la Concertación intentaron convertir a uno de los países con mayores niveles de desigualdad del mundo en un espacio más justo y solidario.

El pueblo chileno, lentamente, fue envalentonándose. Lejos quedaron las sectas nazis que perseguían comunistas y, en complicidad con sectores de la Iglesia, cercenaban derechos y cometían atrocidades sexuales y tortuosas.

En 2019 ocurrió el milagro: el pueblo chileno se hartó de que esa transición hacia un país más igualitario fuera tan lenta. Salió a la calle, enfrentó a una de las instituciones más retrógradas y perversas de toda América Latina, los Carabineros de Chile, una organización policial que se destaca no por su eficiencia en prevenir el delito, sino por su odio visceral al “roto”.

Ese intento de emancipación estuvo acompañado —y en parte empujado— por jóvenes figuras políticas como Gabriel Boric (Frente Amplio), Camila Vallejo y Karol Cariola (Partido Comunista).

Adivinen quién ganó las elecciones presidenciales de 2021. Sí, claro: el más correcto políticamente de los rebeldes, el más moderado, el más tibio: Boric.

La alianza que lo llevó al gobierno le exigía liderar un gobierno de izquierda. Tan de izquierda fue el gobierno de Boric que ni siquiera se animó a apartarse de la receta neoliberal que Milton Friedman le había dictado a Pinochet en 1973.

Menos mal que Gladys Marín y Pedro Lemebel tuvieron la precaución de morirse antes para no ver semejante cosa.

La experiencia revolucionaria en Chile terminó el domingo pasado. Tres cuartas partes del electorado dieron su voto a candidatos de extrema derecha que añoran los viejos tiempos del dictador Pinochet. El orden reina en Santiago.

¿Dónde quedó la dulce insolencia de Camila Vallejo? ¿Cuándo fue que Boric tuvo miedo de pasar a la historia? ¿Quién robó el sueño de los miles de chilenos que salieron a la calle en 2019?

El Sistema, claro. Las fuerzas de la reacción. La cobardía que no tuvieron Víctor Jara o Pablo Neruda y que, evidentemente, sí tuvo Boric.

Nadie es tan estúpido como para convertirse en otro Allende, claro.

A menos que anhele la gloria, ese reconocimiento que, a veces, tarde, muy tarde, regala la Historia.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.

error: Content is protected !!