Una historia de familia

Escribe: Carlos Verucchi.


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Debieron elegir entre ir a la guerra, morir de hambre o escapar hacia lo desconocido. Los más sensatos de la familia eligieron las primeras opciones, los más temerarios decidieron venir a la Argentina. Dos hermanos: dieciocho años, uno, un año más, el otro. En el pueblito de Italia donde habían nacido juntaron todo lo que pudieron, joyas familiares, dinero producto de las ventas de las pocas pertenencias que tenían, donaciones de tíos y abuelos. Y con eso se subieron al barco.

Bajaron en Buenos Aires como podrían haber bajado en Montevideo o en cualquier otro lugar. Preguntando a unos y otros averiguaron que Olavarría ofrecía un suelo y un clima semejantes a los de Macerata, el rinconcito cerca del Adriático donde habían aprendido a hacer lo único que sabían: trabajar la tierra.

Compraron una chacra con los ahorros que traían y la dividieron en dos partes idénticas. A modo de límite dispusieron una doble hilera de árboles frutales, en el medio de la hilera montaron el molino con el estanque, de manera tal que también el agua fuera mitad para cada uno. Los dos levantaron su casa sobre el costado que daba a la ruta. Eso sí, lo hicieron en vértices opuestos. La guerra había quedado lejos, el hambre que había llevado la guerra no era más que un recuerdo amargo. Nunca lo olvidaron.

Ahora quedaba un detalle, había que casarse. Averiguaron y no muy lejos de su chacra vivía otro italiano. Tenía varias hijas. Allá fueron. Al vecino gringo le quedaban dos muchachas solteras, las dos eran menores de edad. Enseguida se pusieron de acuerdo, tanto con el gringo como entre ellos, era fácil: la más grande para el más grande y la más chica para el otro. Se casaron. Ya casi estaba todo listo. Ahora había que buscar hijos, muchos, todos lo que fuera posible. Resultaban imprescindibles para garantizar la mano de obra con la que trabajarían la tierra. Si eran hombres, mucho mejor, claro.

El menor tuvo suerte. Cuando su esposa quedó embarazada por primera vez tuvo mellizos, uno y una. Al poco tiempo nació otro hombre y unos años después otro más. Con eso era suficiente. Ya no necesitaba nada más. Al hermano mayor le costó mucho: tuvo una hija y después otra y otra más. Necesitó tener siete hijos para hacerse de dos varones que ayudaran en la quinta. Evidentemente no les preocupaba tanto la cantidad de bocas a alimentar como la cantidad de brazos fuertes para el arado.

Fueron felices a su modo: no conocían otra expresión de la felicidad que no fuera el trabajo, el poder ganarse el pan y cosechar su propio alimento. Nunca más volvieron a pasar hambre pero nunca olvidaron lo que significaba pasar hambre: se ocuparon de contárselo a sus nietos mil veces. Nunca dejaron de agradecer al pueblo que les brindó cobijo, que les permitió honrar la vida, que les hizo perderle el miedo a la guerra.

Siempre fueron los gringos, unos brutos para los habitantes autóctonos. Nunca terminaron de aprender el español. Sus hijos aprendieron los dos idiomas, el italiano en la casa, el castellano en el colegio. Prefirieron este último, el primero les daba vergüenza.

Un día vinieron de visita los hermanos que habían quedado en Macerata. Habían sido originalmente unos diez o doce pero sólo unos pocos habían sobrevivido. De los que habían sobrevivido la mayoría eran curas. Para esa época, acá ya estaban los nietos, había pasado mucho tiempo. Los gringos de acá mostraban con generosidad su bonanza: la chacra daba sus frutos. Los gringos de allá se mostraban agradecidos pero en voz baja compartían la sorpresa que les causaba la chatura de Olavarría.

Los gringos de acá vivieron soñando con volver a su tierra. Al principio no tenían los medios para hacerlo, después ya era tarde, de a poco se fueron resignando. Imagino que los últimos pensamientos, antes de la  muerte, tienen que haber sido sobre su niñez en aquel antiguo pueblito que alguna vez conoció el esplendor del Imperio Romano.

Historias como ésta se cuentan a millones, podría ser la de cualquiera de nosotros. Intrascendentes, tristes, repetidas. De a poco esos aventureros que escapaban de la guerra se fueron acostumbrando al país. Sus hijos un poco más y sus nietos ya casi se olvidan de aquella historia.

Casi.

Vivieron acá la mayor parte de sus vidas y nunca se dieron cuenta de que estaban haciendo la Argentina. Hoy en parte somos lo que ellos hicieron que fuéramos.

Esto que cuento no es una novela de Antonio Dal Masetto, es una historia más cercana. Íntima.

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