Una vieja y olvidada historia de amor

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Ella pertenecía a una de las familias más adineradas de la provincia de Córdoba. Él había nacido en Rosario pero no era de ninguna parte. A diferencia de lo que sucedía con la familia de ella, a la de él las cosas no le iban tan bien en lo económico. Después de algunos negocios no muy exitosos, se aferraban como podían a un apellido de linaje e ínfulas de patricios.
Se conocieron justamente en Córdoba, durante el casamiento de Carmen, la hermana de Pepe Aguilar, amigo de ambos. Él tenía veintidós, ella dieciséis. Lo que ocurrió es fácil de explicar: amor a primera vista.
Dicen que ella era, por aquel tiempo, extremadamente hermosa. Él, un torpe muchacho que vestía a contramano de la moda y no mostraba el más mínimo apego por la higiene personal. Él se enamoró de la simpatía de ella. Ella se sintió obnubilada por la firmeza de carácter de él, por su físico privilegiado, por su interés poco disimulado para provocar irritación en el ambiente distinguido en el que se movía.
Le propuso matrimonio. Se casarían en cuanto él se recibiera de médico y saldrían a recorrer el mundo. Ella dudó. Su familia se encomendó a la virgen de Fátima. Por si acaso, además, buscaron otras maneras de evitar el matrimonio si la virgen no oía las súplicas.
Durante un tiempo se vieron como novios. Después de cada examen que rendía en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, él se hacía una escapada hasta Córdoba para proyectar juntos ese viaje tan anhelado.
El noviazgo apenas duró unos meses. Ella, presionada por la familia, temerosa de aquel viaje prometido y confundida posiblemente por su juventud, dudó. Él hizo todo lo posible por retenerla, sus proyectos eran cada vez más ambiciosos, sus comentarios ―políticamente incorrectos― cada vez más impertinentes, su descuido personal, más notorio.
Ante la negativa de ella, él salió sumamente angustiado a recorrer Latinoamérica. Después de un año volvió a Buenos Aires y en pocos meses aprobó los catorce finales que le quedaban para ser médico.
La vida los llevó por caminos distintos. Ella fue historiadora, se casó con un médico pediatra y fue madre de tres hijos. Con el tiempo se volvió una persona muy querida y reconocida por su trabajo en Córdoba. Nunca participó en política, sin embargo, en las elecciones de 2016, agotada por la insensatez en la que veía naufragar a su país, se comprometió y aceptó ser fiscal de mesa por el Pro en las elecciones provinciales.
Él viajó, tal como tenía previsto. Exploró el mundo. De a poco empezó a hacerse conocido. Se involucró cada vez más y se propuso luchar para revertir algunas injusticias que en su recorrida por Latinoamérica había observado. Se casó, tuvo hijos, se divorció, volvió a casarse, tuvo más hijos. Fue dirigente, guerrero, político, trabajador. En los períodos en que el asma le impidió moverse se dedicó a leer y a escribir. Fue muy bueno como escritor.
Y mejor aún como orador. La seguridad con la que expresaba sus ideas, esa convicción de la que ella se había enamorado, con el tiempo, desató tempestades, hechizó a las masas, puso en jaque a los poderosos.
“Su desparpajo en la vestimenta nos daba risa y, al mismo tiempo, un poco de vergüenza. No se sacaba de encima una camisa de nailon transparente que ya estaba tirando a gris, del uso. Se compraba los zapatos en los remates, de modo que sus pies nunca parecían iguales”, confesaría ella tiempo después, cuando él ya era famoso.
Ella se llamaba María del Carmen Ferreyra, pero le decían “Chichina”. Murió hace unos pocos días, a los 85 años, sufría de una afección cardíaca. El diario La Nación le dedicó una nota simpática.
Ante uno de los reiterados pedidos de matrimonio, ella le respondió por carta: “Sé lo que te quiero y cuánto te quiero, pero no puedo sacrificar mi libertad interior por vos; sería sacrificarme a mí, y yo soy lo más importante que hay en el mundo”.
Él murió mucho tiempo antes que ella, en octubre del 67. Aunque la noticia recién se confirmó un tiempo después. El ejército boliviano y la CIA lo rodearon en la selva cerca del paraje La Higuera, en Santa Cruz, Bolivia. Tenía apenas 39 años y al mundo entero en vilo. Por ese tiempo ya casi nadie lo llamaba Ernesto, todos lo conocían más bien por un sobrenombre que le habían puesto los cubanos, un sobrenombre muy común a todos los argentinos.
No sé Chichina, pero él, para muchos, y en distintos lugares, se convirtió efectivamente en lo más importante del mundo. Hoy, a más de cincuenta años de su muerte, todavía se lo llora.

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