Crítica Literaria: "La revolución vino desde el Dock"

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Por Carlos Verucchi especial para «EN LINEA NOTICIAS»
Es bueno cada tanto volver a los clásicos, tomarlos de algún estante oscuro de la biblioteca, desempolvarlos, comprobar con resignación que los libros viejos son los únicos que perduran gracias a sus costuras de hilo grueso y una cola que ya no se consigue, y por lo tanto no se deshojan como los de ahora. Es bueno cada tanto volver a los clásicos para comprobar que están vivos, que en el tiempo de reposo en los estantes de la biblioteca se han transformado, que han dejado de ser lo que fueron y ahora misteriosamente dicen otra cosa, algo nuevo, tal vez igual de perecedero que lo que dijeron al principio.
 
Tal como observa Borges a través de Pierre Menard, un texto se leerá de distintas maneras según el contexto histórico, según el tiempo en el que se lo lea y en función de cómo hayan evolucionado las preferencias literarias desde su publicación. Hay, además, otro río subterráneo que corre por debajo de los textos y va socavando sus pilares: es el desarrollo de la historia. La historia puede confirmar o contradecir, realzar, opacar y hasta poner en ridículo el contenido de un texto.
 
Fin de fiesta es una conocida y recomendable novela de Beatriz Guido. Se publicó en 1959 durante la comúnmente llamada Revolución Libertadora y al poco tiempo fue llevada al cine. Entre otras aspiraciones, su autora intenta mostrar al peronismo como un movimiento continuador de las prácticas políticas del orden conservador instaurado durante la década del 30’. La novela se centra en las vidas de Braceritas y Guastavino, personajes de ficción que aluden indudablemente a Alberto Barceló, intendente conservador y caudillo de Avellaneda durante las primeras décadas del siglo XX y de Juan Ruggiero, o “Ruggierito”, matón de comité y mano derecha del primero.
 
 
Con el golpe de estado del 43’ y la muerte de Barceló se cierra un ciclo en la historia argentina para dar lugar a una etapa que, según la autora, no se diferenciaría demasiado de la anterior. Hoy, más de 70 años después, es moneda corriente considerar como un punto de inflexión en el devenir de este país aquel día retratado en el final de la novela de Guido, en el que las calles de Avellaneda se hallan de repente despobladas, olvidadas ya las dádivas del caudillo, innecesarios de pronto los documentos de los muertos con que se ganaban elecciones y que Ruggierito administraba a voluntad, enfilados los obreros del polo industrial más grande de toda Latinoamérica hacia una Plaza de Mayo que esperaba absorta a los intrusos.
 
El riachuelo juega, en la novela de Beatriz Guido, un papel alegórico. No sólo separa a la ciudad de Buenos Aires de la Isla Maciel, ese suburbio de Dock Sud en las orillas de Avellaneda, sino que abre un espacio donde el juego, la política corrupta y la prostitución se permiten transitar con total libertad. Los “asuntos de la política” utilizan a la violencia como una herramienta más de la dialéctica: aprietes, fusilamientos fingidos y hasta asesinatos en el recinto del Senado de la Nación constituyen el lugar común de aquellos años en los que el viejo régimen se resiste a hacer concesiones a las nuevas clases sociales encarnadas en el Yrigoyenismo o en los inmigrantes anarquistas que abarrotaban el puerto. Una vez desalojada Inglaterra de su posición hegemónica, la alianza con nuestro país llega a su fin, la crisis hace el resto, el modelo agroexportador toca fondo, pero siempre habrá fuerzas que se resistan a aceptar los cambios.
 
Existen varias versiones sobre los responsables de la muerte de Ruggierito, ametrallado cuando salía de la casa de su amante. La novela se queda con la más cruel de todas: la aceptación tácita de Barceló para que matones radicales procedieran a uno de los habituales ajustes de cuentas. ¿Qué podría haber motivado esta actitud en el viejo caudillo? Tal vez la aprensión por la ascendente popularidad de su guardaespaldas, tal vez un intento de redimir su figura del aura de sordidez en la que se iba hundiendo.
 
Hay que reconocer un mérito, además de su excelente prosa, en Fin de fiesta. Por sus páginas transitan personajes hastiados de ejercer el rol de testigos de la Belle Époque criolla, ansiosos por derribar los muros que los aíslan del protagonismo de las masas. En este punto interpreta correctamente Beatriz Guido el sentimiento de la época, la violencia latente en cada esquina del suburbio, ese rumor que venía desde el otro lado del riachuelo.
 
Recientemente Guillermo Saccomanno escribió para Página 12 un nuevo prólogo para la edición en fascículos semanales de los Siete Locos. Su mirada de la famosa novela de Arlt es original. Los personajes de Arlt, afirma, se mueven en el tumulto de tiempos de cambio, se muestran dispuestos a todo con el fin de construir un nuevo orden social, los mueve la insatisfacción, no saben hacia dónde ir pero comparten la urgencia por derribar las bases de una sociedad anacrónica y absurda. Hay un murmullo que no dice nada, que apenas se oye, ininteligible, confuso, hay una pulsión que pronto se volverá insoportable, hay una música que viene de lejos. Esa música es el peronismo, dice Saccomanno. Roberto Arlt murió en 1942 y no alcanzó a oír con claridad aquel murmullo, sin embargo sus textos perduran y pintan a la “década infame” como pocos. Sus novelas son probablemente las mejores que se hayan escrito acaso por anticiparnos antes que nadie aquello que nadie vio que venía, desde lejos, desde el Dock.
 
 
 
 
 
 

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