El baldío que arrecia

Escribe Carlos Verucchi.


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Tres mujeres contratan a un hombre para que las lleve a cruzar el campo. Del otro lado, en la frontera, hay un pueblito llamado Villa Evangelina. Rudes, Elena y la narradora suben con desconfianza al carro de Pedernera. Llevan el ataúd de quien fuera hermana, madre adoptiva y madre de cada una de ellas. Se disponen a cumplir con el deseo de la difunta de ser sepultada en la tierra de la que alguna vez se había ido.

La novela transcurre en el tiempo que dura el viaje y en un espacio indefinido que no puede ser otro que la llanura pampeana. Un espacio arduo, deshabitado, hostil. Un espacio que se ofrece al lector no como la literatura clásica imagina o presenta a la pampa decimonónica sino tal como la narradora lo ve, como lo va descubriendo en la medida que lo recorre y lo explora, visión que estará teñida de prejuicios, de preconceptos, de supersticiones que ven en cada acontecimiento vulgar símbolos de un porvenir inmediato que se ofrece desgraciado.

Fermín Eloy Acosta nació en Olavarría en 1990 y ganó, con “Bajo lluvia, relámpago o trueno” (Editorial Entropía), el primer premio del jurado en la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires 2019.

Las virtudes del texto de Acosta no hay que buscarlas en la historia que narra, ni en la ansiedad que suscita el deseo de conocer el desenlace, ni siquiera en la interacción entre los personajes. La virtud de la novela está dada en la mirada original con que la narradora ve a sus compañeros de travesía, al campo y sus peligros, a todas las cosas. Y esa originalidad se manifiesta en la singularidad del lenguaje con el que la narradora nos cuenta cómo es “su” pampa, en la manera de ver y descubrir para luego contar eso que va viendo. Una manera de contar que de algún modo reinventa a esa llanura despoblada de la que ya no tenemos referencia concreta y, por lo tanto, pudo haber sido de cualquier forma, pudo haber tenido cualquier característica, pudo haber sido cualquier cosa porque lo que en realidad fue ya se ha vuelto irrecuperable.

Todo lector tiene derecho a imaginar o vislumbrar metáforas detrás de un texto. Esas asociaciones son lícitas independientemente de si esa mirada metafórica haya estado o no presente en la génesis con la que el autor fue tejiendo su narración. Me siento tentado de suponer que ese desierto interminable, ininteligible y arisco que nos presenta el autor, no es otra cosa que el lenguaje: el terreno en el que un escritor debe buscar sus formas de expresión, sus herramientas discursivas. Un ámbito sórdido y lleno de misterios, un plano dinámico en el que permanentemente surgen imprevistos, en el que recién después de mucho transitar y padecer todo tipo de inclemencias aparece algo similar a una huella, a un rastro, a un patrón que sirva de referencia.

Y para buscar originalidad en ese lenguaje en el que el escritor debe seleccionar su patrón narrativo, hay que ir a la frontera, hay que andar un largo camino hasta los márgenes. Ese parece ser el desafío de Acosta, el intento de empujar sus giros narrativos hasta extremos nunca antes explorados, el desafío de hallar otra manera de decir, de encontrar en ese lenguaje marginal alternativas superadoras, dotarlo de mecanismos inéditos, mecanismos que más de una vez obligan al lector a volver sobre una frase para comprobar que efectivamente fue concebida bajo los cánones gramaticales que imperan en este tiempo y espacio.

Evidentemente hay en esa concepción narrativa cierto vínculo con escritores como Hernán Ronsino (quien se encarga de escribir la contratapa de “Bajo lluvia, relámpago o trueno”) o, yendo aún más lejos, con ese monumental universo narrativo que diseñó Saer.

Lejos de acobardarse con ese baldío que arrecia, Acosta corre, desafiante, sobre ese espacio virgen. Intuyendo que si logra vencer los miedos que provoca encontrará en él un potencial narrativo desconcertante pero encantador. Irresistible.

Con su primera novela, Acosta inaugura ya un estilo, funda cierta marca que le confiere un carácter original, una apuesta arriesgada. Su novela nos empuja a transitar cada página casi como si fuera un texto poético, disfrutando de cada párrafo como si estuviéramos descubriendo un costado escondido que tenía nuestro lenguaje y nunca vimos. Y detrás de ello, metafórica o concretamente está la pampa, ese espacio tan codiciado en el que nos tocó nacer y que condicionó nuestra manera de ser, nuestros miedos, nuestra Historia, nuestra literatura.

Tal como venimos aventurando desde hace tiempo en esta columna, Olavarría atraviesa años doradas en su producción literaria. El texto de Fermín Eloy Acota no hace sino confirmar esa sospecha.

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