Es que hace tanto frío

Por Claudia Rafael.


Escribe: Claudia Rafael, Agencia Pelota de Trapo. PH: Central de Noticias

(APe).- Sole tenía dos años apenas. Una vida chiquita y una promesa de mañanas por delante. Hasta ayer, en la tardecita fría de Olavarría. En los márgenes de lo que supo ser en algún momento de la historia la capital del cemento y del trabajo el mundo entero cayó sobre su cuerpo diminuto. Alguno de los pesados caños de salamandra que su mamá había conseguido y transportaba en un carrito de supermercado le hizo perder el equilibrio e impactó sobre la cabeza de la niña. Es que hace tanto frío en estos tiempos.

Ya la tarde se empezaba a parecer a noche anticipada cuando el corazón de Sole se detuvo definitivamente. Y su vida entera duró tan solo esos dos años. Cuando el tiempo se frenó de golpe y ya no hubo canciones para cantar ni juegos nuevos para aprender a jugar. Cuando la vida le marcó a su mamá y a sus hermanitos que la pobreza es mucho más que la comida escasa y el frío precoz. Que la pobreza es también la desesperación por el invierno que llegará intenso y antes de tiempo. Y que a veces hay una felicidad efímera al conseguir un par de caños que prometen ser la salvación pero que en un instante atroz se dan vuelta y destrozan la vida. Y que dejan marcado en los almanaques de la historia este 8 de mayo como un hueco al que sus memorias volverán una y otra y otra y otra vez.

El barrio Eucaliptus, donde vivían Sole y su familia, sigue atravesado por esa miseria pertinaz que le rodeó sus crónicas cotidianas de las últimas décadas. Los fantasmas de un viejo matadero casi en la entrada y las vías que lo cercan, paralelas a la autopista, son el resabio de un país que hace rato se calzó el qepd sobre la espalda. Como una mochila de oscuridades y dolor. Entre esos fantasmas se cocinan día tras día otras violencias. Donde se respiran las furias de una historia que no encuentra salida.

Sole es una de tantas niñas a las que la desigualdad les construyó una vida diminuta y una muerte anónima. En un país que fue desplazando las fábricas que humeaban y desplegaban el trabajo organizador de las vidas para dar paso a las factorías de la desdicha y la inequidad. Donde se vive y se muere de cualquier manera.

Esta vez, en un barrio donde muchas de las niñas y niños crecen junto a sus madres solas, que sobreviven haciendo equilibrio entre la venta de ropa usada en las redes y comedores populares que duran casi un suspiro.

En medio de la inseguridad que les acecha los días y la muerte que les ofrecen a sus pibes como un pasaporte a la felicidad efímera. Sin cloacas, sin asfalto, sin trabajo.

Hay desde ayer una niña menos en esa geografía que dibuja con su ausencia un hueco que nos constituye en nuestra propia condición humana. Que es la de una sociedad que no ha sido capaz de edificar la solidaridad de un mundo nuevo. Bajo las estructuras endebles en las que se va cocinando a fuego lento un país cada día más desigual. En donde unos pocos marioneteros que se sienten dueños del mundo, de la vida y de la muerte, que discuten sobre sillones mientras la vida se incendia y se aniquila, definen los rumbos de un país que se sigue vanagloriando de sus riquezas. Pero que ve morir a una niña por un trozo de caño. Cargado sobre un carrito de supermercado. Como un trofeo que les iba a proveer de tibieza en las noches que vendrán. Y cada vez que asomen las llamas del fuego y el calor desde su salamandra tendrá el aroma de la muerte.

Es que hace tanto frío en estos tiempos.

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