Esa maldita genialidad

La columna semanal de Carlos Verucchi.


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Mi hija llega del colegio y me dice: ¿viste papi que eran mentiras todo eso que decían de Sarmiento? ¿Cómo?, no entiendo, hija.

Entonces me explica. La maestra les ha dicho que a contramano de lo que dicta la historia formal y convencional, Sarmiento era un ser despiadado que quería matar a los indios y a los mestizos para construir un país étnicamente europeo, culturalmente afrancesado, económicamente sumiso.

Más allá de lo anecdótico del caso, no caben dudas sobre cierto viraje muy notorio que se ha dado en la apreciación de los argentinos hacia el Gran Maestro. A nuestra generación la incentivaron para que se pareciera a Sarmiento, para imitarlo, para aproximarse a su compromiso con el saber y a su fe en el progreso que se sostiene en el esfuerzo, en el trabajo infatigable. Hoy, aquel modelo de ilustración autodidacta está como mínimo en duda. Hace unos años, un profe de Historia se animó a criticar al prócer públicamente en un acto escolar. Su espíritu abnegado ya no inspira respeto, aquella erudición enciclopédica tan enaltecida, ahora despierta más desconfianza que otra cosa.

¿Qué hacer con Sarmiento?, pareciera ser hoy la pregunta. ¿Dónde ubicarlo? Paradójicamente la preocupación surge desde sectores de la izquierda intelectual vernácula. A la derecha no le importa, claro, nunca le importó demasiado, es mucho más pragmática, no le costaría nada sacudirse un poco para desprenderse de Sarmiento y dejarlo perdido en el olvido.

Tan sólo una obsesión tuvo el Loco Sarmiento desde muy pequeño: ser alguien, ser reconocido, hacerse un camino, no pasar desapercibido. Ya de grande, y viendo que tan mal no le iba, redobló la apuesta, se propuso ser presidente. En su época, ser alguien significaba saber leer y escribir, y ser alguien importante estaba asociado a hablar bien, a escribir bien, o muy bien. Sarmiento no se quedó corto en su propósito, escribió tal vez el mejor libro que se haya escrito en Sudamérica alguna vez: el Facundo.

Martín Caparrós acaba de publicar Sarmiento, de editorial Random House, un relato novelado con el Padre del Aula en primera persona. Una encrucijada que transita le etapa final de su presidencia, cuando metafóricamente Sarmiento da vuelta su cabeza y empieza a mirar hacia atrás. Porque sabe que la Historia lo juzgará por lo que ya ha hecho, y que poco y nada podrá torcer ese juicio a partir de lo que le queda por hacer.

Un libro oportuno el del inefable Caparrós. Aporta elementos útiles al intento de tomar posturas definitivas sobre el sanjuanino, de buscarle un lugar en la historia, de dejarlo más o menos acomodado como general y como presidente, como intelectual, como escritor o periodista, como infatigable alfabetizador, como precursor de ciertas libertades personales que hoy definiríamos como orgiásticas. Porque como dice Martín Kohan, la novela histórica bien concebida es el arte de mentir para decir la verdad, es inventar o ficcionar para llegar a verdades más perdurables, esas verdades que acuden a los motivos escondidos más que a anécdotas circunstanciales y perturbadoras, esas verdades que no se dejan apabullar con el ruido de lo inmediato y escarban bien a fondo para dar con las lazos invisibles que atan causas con consecuencias.

Dos libros recomendamos hoy desde esta columna, el Sarmiento de Caparrós y el Facundo de Sarmiento.

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