La magia intacta

 

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Cuando leas a García Márquez vas a sentir el calor del Caribe, dijo, y me conquistó. No cuando lo dijo sino cuando poco después leí El amor en los tiempos de cólera y me enamoré, sudoroso, de un rincón del mundo, de una ciudad, de un mar y de un sol que recién pude conocer personalmente treinta años después.

Tal vez resulte sorprendente o sospechoso que, desde esta columna, en la que hemos idolatrado a Saer y a Piglia, a Borges y a Walsh, surja una alabanza hacia un escritor que, si bien ha sido glorificado por millones de lectores en todo el mundo, ha sido en cierto modo desestimado por la academia y por muchos escritores post boom.

Sentemos bandera desde el inicio, es cierto: García Márquez nunca persiguió la pulcritud estilística ni se distrajo de sus verdaderos propósitos con adornos gramaticales rebuscados, sin embargo, sabía contar mejor que nadie. Y contaba tan bien sus historias que, incluso dando la ventaja de escribirlas a contramano de los estilos de moda, llegó a ser el mejor escritor posiblemente con el que nos habremos cruzado en nuestras vidas.

En agosto nos vemos, la novela póstuma del escritor colombiano, publicada hace unos días por Sudamericana, no se habría publicado nunca si los hijos del autor hubieran atendido las súplicas de su padre antes de morir. Sin embargo, la publicación, diez años después de la muerte del premio Nobel de Literatura, de lo que no pasaba de ser un borrador, demuestra que tanto el autor como sus hijos actuaron de la manera correcta. La novela “cajoneada” por García Márquez es realmente un proyecto inconcluso, aún no terminado, de calidad algo por debajo de la obra de uno de los más grandes escritores latinoamericanos. Y como consecuencia de ello no debió haber visto la luz. Pero, por otro lado, si sus hijos se hubieran mostrado obedientes a la voluntad del padre, el texto no hubiera llegado a los lectores y nos habrían privado de una de las mayores satisfacciones de los últimos años en materia literaria. Ergo, actuaron de la manera correcta.

Tal vez el mayor mérito del texto esté en que provoca, una vez más, el embrujo del lector. Porque si alguien, después de haber leído veinte novelas del autor, sucumbe nuevamente ante su magia y se deja arrastrar por la vorágine del relato, dejando de prestarle atención en la página cinco o seis a las particularidades de la puntuación, al empleo a veces caprichoso de algunos adjetivos, a la repetición sistematizada de ciertos giros lingüísticos, es porque no ha sido capaz de resistir a la inexorable capacidad de manipulación del autor, condición que coloca de un lado a los escritores y del otro a los verdaderos maestros de la literatura.

En agosto nos vemos es un himno a la sublevación de la mujer, nunca tan bienvenida como en estos tiempos. Un canto al reclamo imperioso de igualdad, la reivindicación demorada de la resistencia al sometimiento. Nada como esta novela puede estar tan a tono y en resonancia con los tiempos que corren.

A partir de un hecho casual, la protagonista de la historia inicia un proceso de transformación que la llevará a liberarse de viejos prejuicios, de ataduras que la demoran en una vida mediocre de limitaciones y padecimientos. Si el Coronel Aureliano Buendía tuvo un lugar en la épica por no tener quien le escriba y esperar estoico esa pensión que no llega, Ana Magdalena Bach lo tendrá por esperar, librada ya de viejas imposiciones sociales, a ese hombre que le impida conciliar el sueño, que pueda ser tan galante en el cortejo como primitivo en la cama. Ese que según el prestidigitador con el que se cruza no está ni tan cerca como cree, ni tan lejos como lo busca.

La magia no se pierde, la magia no se negocia. Celebremos la literatura en su expresión más pura y agraciada.

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