Las cartas de Severino

Escribe: Carlos Verucchi


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Los hermanos mayores de América convencieron a su padre de alquilar la piecita del fondo. Los nuevos inquilinos tienen cuatro hijos, él, es decir el padre, no hace mucho que ha llegado de Italia buscando empleo como tipógrafo.

Sólo dos, de los siete hermanos de América, conocen al inquilino aunque nunca lo confesarán. Es un compañero de ideas perseguido por la policía a quien han decidido proteger y esconder.

América tiene catorce años y ve salir todas las mañanas a su nuevo vecino. Aprende los horarios, unos minutos antes de la hora sale a barrer la vereda aunque no haya ni una sola hoja. Entonces lo ve venir desde el fondo de su casa, los ojos celestes como el verano, el traje impecable, el paso firme y la mirada tirante. Camina hacia la esquina y ella deja de barrer, lo sigue con la mirada  hasta que se pierde de vista.

Una mañana el inquilino se frena antes de llegar a la esquina y se da vuelta para mirarla. Poco después América y Severino ya son amantes. Es tan grande el amor que él siente por ella que la invita a su mundo de lucha, de agitación permanente, de reivindicación de los derechos de los trabajadores, de lecturas prohibidas. Mientras tanto mantienen una relación epistolar, las cartas le llegan a ella al Liceo a través de una compañera. Las lee a escondidas en su casa y las va escondiendo, prolijas, ordenadas.

Después de un tiempo no soportan más la distancia, se escapan y se van a vivir juntos a una quinta en Burzaco.

Pero la policía lo tiene a él acorralado, sus delitos son innumerables, graves, su prontuario es el más abultado, su cabeza la más buscada. Su nombre, Severino Di Giovanni, causa estupor entre los miembros de familias acomodadas.

El 30 de enero de 1931 la policía lo atrapa después de perseguirlo por el centro de Buenos Aires. Allanan la quinta de Burzaco, se la llevan a ella, también a sus cartas.

Lo encarcelan en la Penitenciaría Nacional, actual parque Las Heras, en la avenida porteña de Barrio Norte que lleva el mismo nombre.

El gobierno de Uriburu ni siquiera se toma la molestia de declarar la pena de muerte, no le hubiera costada mucho tratándose de un gobierno de facto. Lo hacen fusilar así nomás, sin mucha vuelta, al día siguiente de haberlo detenido. A último momento se permiten un gesto de compasión, admiten que América lo vea antes de morir. Ella tiembla en sus brazos, mira por última vez esos ojos más azules que los paños de la bandera que han decidido odiar. No llora. Y le promete amarlo hasta el fin.

Pasan más de cincuenta años, ella ha mantenido su promesa. Alguna vez Osvaldo Bayer, biólogo de Severino, desliza la posibilidad de que las cartas aún existan. De que alguien las haya guardado. Buscan. Comienzan con el intento de recuperarlas. Es el último deseo de América Scarfó antes de dejarse morir.

Después de muchas investigaciones, Bayer intuye que las cartas están en el Museo Policial. Ahí acuden los dos, ansiosos. Las cartas están, pero son de la policía, no se las podemos entregar, es la respuesta del burócrata de turno. Entonces América se pone de pie, “las cartas son mías”, dice, “me fueron escritas a mí, son cartas de amor, me pertenecen”. La respuesta es tan enérgica como la solicitud: “no puedo hacer nada, ponga un abogado si quiere”.

Unos años más tarde, el Ministro del Interior de Menem, Carlos Corach, ordena la devolución. Prepara un gran circo en la Casa de Gobierno al que ella se resiste, “sin periodistas”, dice, “sólo vine a buscar algo que me pertenece”.

Toma las cartas y vuelve a leer, sesenta y ocho años después, declaraciones de amor ahora pasadas de moda, rancias cursilerías de enamorado que sin embargo resultan más impactantes y encendidas que nunca:

“Tú, buena amiga mía, oh, mi dulce compañera, no puedes jamás imaginar cómo aumenta el bien en mí cada vez que te veo. En cambio de apagarse momentáneamente el incendio que me devora, cada uno de nuestros encuentros, cada uno de nuestros coloquios, cada uno de nuestros abrazos no sirven más que para dar alimento a la llama encendida de mi corazón. Y el alimento consume, devora, quema, arde, arde tanto y no sabe darme ningún bálsamo restaurador, ningún refresco delicioso, ninguno de los tantos minutos de reposo que sólo podré anhelar cuando estés junto a mí, en cada instante, en cada latido de nuestros corazones”.

Había un cantito anarquista por aquella época que decía algo así: “Somos los que despreciamos las religiones farsantes, por ser ellas las causantes de la ignorancia mundial, sus ministros son traidores, sus dioses una mentira, y todos comen de arriba en nombre de la moral”.

Esta vez esos dioses de mentira le darían a América varios años más de vida. Tal vez para que pudiera releer todas esas cartas mil veces más. Morirá recién a los 86 años, en 2006. Buenos Aires ya es otra ciudad, la anarquía un amargo recuerdo. Su amor, el mismo.

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