Libros | El último caballero

Así lo cuenta Carlos Verucchi: “en unas de las mesas, Roberto Forte ojea un libro mientras saborea el primer café. Mira el atardecer que apenas se insinúa en los árboles de la plaza con la mirada de quien ya lo ha visto todo. Cuando me ve llegar se pone de pie para saludarme y con una cortesía que la humanidad lentamente ha ido perdiendo me invita a sentarme.” 


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (carlosjverucchi@gmail.com)

Indefectiblemente, en Olavarría los atardeceres empiezan en las mesas de la París. Cuando el sol está todavía bien alto y en las calles resuena, exaltada por el calor de diciembre, una especie de histeria colectiva, sus mesas empiezan a poblarse de sediciosos que en perfecta sincronización se disponen a urdir el complot.

En unas de las mesas, Roberto Forte ojea un libro mientras saborea el primer café. Mira el atardecer que apenas se insinúa en los árboles de la plaza con la mirada de quien ya lo ha visto todo. Cuando me ve llegar se pone de pie para saludarme y con una cortesía que la humanidad lentamente ha ido perdiendo me invita a sentarme. Empieza a hablar y ya no puede parar, porque realmente lo ha visto todo. Ha visto, desde esta misma mesa, los atropellos cometidos por la policía en tiempos de Onganía, la romántica desidia con la que Dorrego se dejó fusilar y ha visto también a García Lorca paseando por la avenida de Mayo. Se ha colado en el barco en el que Moreno encontró la muerte y se ha metido también en la intimidad de Marilyn Monroe, ha sido testigo de la contraofensiva aliada contra Hitler y de la batalla con la que los griegos rompieron con el sometimiento turco. Porque si quien lee puede remontarse a otros tiempos y a otros lugares, quien escribe sobre otros tiempos y lugares puede, perfectamente, considerarse testigo directo y hasta protagonista.

De pronto se detiene, alarmado, y me pide disculpas por abusar de mi tiempo. Entonces le suplico que no se deje engañar, que el tiempo no es el tiempo que transcurre al ritmo de los mensajes de WhatsApp que van entrando en mi teléfono ni el que le impedirá a la señora que pasa apurada por la vereda llegar a horario al cine, el tiempo sigue siendo el mismo que era en los años sesenta, cuando su voracidad por la lectura y las interminables charlas con su jefe, en la sucursal del Banco Nación, empezaron a moldear al gran escritor que finalmente sería.

Entonces retoma, habla bajo, por cortesía se empeña en esconder su erudición. A mi jefe le llamaba la atención el modo en que yo redactaba las cartas, me dice. Me resultaba aburrido ajustarme al formato convencional y entonces, una nota para solicitar la apertura de una cuenta corriente se convertía en un pequeño ejercicio literario. Me puso a prueba, confiesa, cada tanto me llamaba para pedirme consejos para redactar alguna frase o para consultarme por alguna regla ortográfica. Cuando ya no tuvo dudas me llamó y me sentó frente a su escritorio. Usted tiene que leer a Borges, dice Forte que le dijo su jefe. Para empezar es suficiente con “Funes el memorioso”, “La forma de la espada” y “Las ruinas circulares”. Paradójicamente, más tarde le indicó también que en aquellos tiempos no era recomendable ignorar a Sartre. Empiece por “Los caminos de la libertad”, le dijo. A los diecisiete años esas cosas te marcan para siempre, asegura.

Afuera el día se va aquietando de a poco. La gente que pasa por la calle empieza a entender que ya no hay caso, la tarde finalmente ha hecho lo que quiso con cada uno de nosotros. Mañana, tal vez, haya otra chance.

Quitándole importancia, como al pasar, Forte me cuenta que un amigo ha digitalizado “El hijo del orfebre”, “Cuentos suburbanos”, “Páginas para latinoamericanos” y “Párrafos desde El Plata” y los ha subido al sitio http://www.robertoforte.com.ar/. Es que algunas profesoras me piden esos textos para trabajarlos con sus alumnos, se justifica.

En otras mesas ya se habla de fútbol y de autos, de política. Lentamente los confabuladores ejercitan el ritual de cada día. Expulsan, de un modo misterioso, incomprensible, cualquier resto que pueda quedar de la tarde, tejen el atardecer que enseguida se bifurcará por cada una de las calles de la ciudad. Van trayendo de a poco la noche.

El arte de la conversación lamentablemente ha pasado de moda. Roberto Forte es un maestro en ese arte, sabe encontrar el tono, sabe escuchar, se esfuerza por hacerme creer que la charla es de igual a igual y considera mis opiniones a la par de las suyas. Como al pasar me cuenta sobre su amistad epistolar con Ray Bradbury, nada menos, o sobre el premio otorgado a uno de sus cuentos por el Ayuntamiento de Sevilla recientemente. Insiste en que yo no pierda tiempo. No encuentro la manera de demostrarle que difícilmente pueda invertirse el tiempo de un modo mejor que escuchándolo, tirándole le lengua, estimulándolo para que se deje llevar por los recuerdos.

Después de haber sido un entusiasta radical alfonsinista tiró la toalla hace unos años y se desafilió del partido. Lo de Gualeguaychú fue demasiado, asegura, inadmisible.

Le pregunto si es cierto que acá afuera, a unos metros de donde tomamos café, le cantó Gardel una noche a quienes no habían podido entrar al cine donde acababa de dar un espectáculo. No sólo confirma el antiguo mito sino que además relata la caminata posterior de Gardel hasta la estación, y los primeros pasos del tren en el que el “mudo”, desde el último vagón, canta en señal de despedida a todos sus seguidores. Pero su relato no es un relato común, es el relato de un escritor, está construido con detalles sueltos, imágenes que me permiten imaginarme aquella situación como si la estuviera recordando.

Ya no insiste con evitar hacerme perder el tiempo, por el contrario, elige otra estrategia mucho más sutil: se disculpa por tener que retirarse. Tiene otro compromiso, dice. Su humildad no le permite admitir el placer que siento al escucharlo.

Afuera, finalmente, la tarde ha claudicado. Los habitués de la París se buscan disimuladamente con mirada cómplice. Saben que una vez más han logrado desatar el atardecer, ahora la noche hará el resto. Mañana, mañana será otro día. Me quedo con la sensación de que como entrevistador he fracasado, a cambio he ganado un amigo.

Forte se va caminando lentamente, a último momento logro sacarle la promesa de que cualquier día de estos nos vamos a volver a juntar. Aquí mismo, tal vez. Incluso podamos darle una mano a los conspiradores y ser cómplices nosotros también de la fabricación de algún atardecer. Para asegurarnos de que el murmullo del mundo se vaya apagando con la noche y nos deje escuchar con atención esa voz pausada, modesta, tímida, que con gran caballerosidad nos incentiva a leer.

Porque ahora, después de haber conocido a Roberto Forte, ya no me quedan dudas, leer hace mejores a las personas.

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