Libros | Las confesiones del marqués


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (carlosjverucchi@gmail.com)

Siempre resulta tentador leer a Vargas Llosa. Nos guste o no sigue siendo uno de los intelectuales de habla hispana más influyentes del mundo. A veces cuesta creer que sea justamente él el sobreviviente de aquel movimiento literario de los años 60 y 70 en Latinoamérica. Él, el converso, el traidor, el que tarde o temprano volvería a ver el mundo desde la perspectiva de la clase social a la que pertenece y de la que se alejó en sus años de juventud porque se carrera literaria lo requería, tal vez, o simplemente porque su rebeldía adolescente por algún lado tenía que explotar.

Debemos leer “La llamada de la tribu”, su reciente ensayo, con el simple propósito de seguir aprendiendo de su prosa cristalina, de su infatigable capacidad para logar que un texto sea atractivo de principio a fin, de su maestría a la hora de narrar, aunque lo que se proponga narrar sean sus tribulaciones intelectuales a lo largo del tiempo.

Podría decirse que “La llamada de la tribu” es una especie de autobiografía personal e íntima. Una autobiografía donde más que detalles sobre romances o aventuras, el autor intenta justificar una postura ideológica y política, donde detalla el modo y el momento en que pensadores como Adam Smith, Karl Popper o José Ortega y Gasset influyeron en su formación y dieron forma a cierta postura que, no por antipática o egoísta, debemos desestimar.

También podría leerse La llamada de la tribu como un intento de justificar esa conversión tan dolorosa, la conversión al neoliberalismo absoluto de alguien que en algún momento de su vida creyó en el comunismo, de alguien que en su juventud adhirió a la Revolución Cubana y a un modelo de sociedad en el que ―como decía Paul Éluard en uno de sus poemas―, “No existen las putas, los ladrones ni los curas”.

Para quienes leímos con agrado y seguiremos leyendo de por vida “La casa verde” o “La ciudad y los perros”, resulta demoledor leer ahora el lamento del autor por no haber podido ―por razones de espacio, tal vez― dedicarle un capítulo de su ensayo a Milton Friedman. ¿Cómo puede alguien sentirse desencantado con Fidel Castro e inmediatamente después dejarse seducir por Ronald Reagan?

¿En qué momento se jodió el Perú?, se pregunta Zavalita ―un joven comunista que reniega de su padre (un empresario con pocos escrúpulos)― en “Conversación en La Catedral”. Cincuenta años después, el mismo autor escribe: “La doctrina liberal ha representado desde sus orígenes las formas más avanzadas de la cultura democrática y lo que más nos ha ido defendiendo de la inextinguible «llamada de la tribu»”.

Desde su mansión en Madrid, Jorge Mario Pedro, marqués de Vargas Llosa (según reza el título nobiliario concedido por Juan Carlos I, rey de España), ya no es capaz de ver qué es lo que sucede cuando nos quedamos sin la protección de la tribu. ¿Dónde estará la tribu de esos desgraciados que en este momento se mueren de frío en las calles de Buenos Aires?, me pregunto. ¿Dónde está la tribu de esas prostitutas que pelan en la esquina por un cliente? ¿Cuál tribu fue la que se llevó para siempre la utopía de un mundo sin chicos descalzos y sin curas? ¿Cómo hará la cultura democrática, ahora que ha logrado desprenderse de todas las tribus, para dale trabajo a aquellos que los aceitados e invisibles mecanismos del capitalismo dejaron fuera del sistema?

La pregunta de Zavalita queda flotando durante toda la novela aunque el lector intuya la respuesta: el Perú se jodió, para Vargas Llosa, cuando el General Odría tomó el poder por la fuerza en 1948. Pero como nos enseñó Borges, la expresión ¿En qué momento se jodió el Perú?, como cualquier otra, tiene un significado si se la sitúa en 1969 y otro, muy distinto, si se lo hace en el presente. El Perú tal vez se haya jodido definitivamente cuando perdió a ese joven talentoso que denunciaba las injusticias de su país.

Sea como sea hay que leer a Vargas Llosa, aunque duela. O tal vez haya que leerlo justamente por eso, para comprobar que tantos años después nos siguen doliendo las mismas cosas.

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