Los cuentos del verano: Felman, Mastrángelo y Salinas


Cuentos / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Nos juntábamos en lo de Nacho, en el verano, a escuchar los partidos. Nacho vivía en la misma cuadra que yo, en un caserón inmenso que estaba rodeado por un parque con árboles gigantes que tiempo atrás, no mucho, nos habían servido de escondite para jugar a los vaqueros. En el verano se jugaban los partidos amistosos en Mar del Plata y Mendoza, los escuchábamos con la Spika de Nacho sentados en el cordón de la vereda. Cada uno tenía que llevarse una o dos bolsas de girasol para matar los nervios propios del partido.


Acostumbrados a esa práctica estival, nos resultaba un poco raro tener que juntarnos un día de semana, a las diez de la mañana y en pleno invierno a escuchar aquel partido que de amistoso no tenía nada. Creo que estábamos en vacaciones de invierno. Boca había empatado con el Borussia de Alemania dos a dos en la bombonera y buscaba la gloria de visitante.


Diez menos cuarto salí caminando para lo de Nacho. Crucé la avenida para no toparme con el Oso, que venía caminando hacia mí, y luego volví a cruzarla media cuadra más adelante. Al Oso todos le teníamos miedo porque le gustaba mucho pelear y siempre andaba buscando excusas para agarrarse a las piñas con cualquiera. Le decían Oso porque una vez, mucho tiempo atrás, en una kermese de las que se hacían en el Prado Español, había volteado a un oso. Según dicen, en uno de los puestos ofrecían una pelota de fútbol número cinco a aquel que lograra voltear a un oso en no más de tres minutos. El Oso, nuestro oso, supuestamente había aceptado el desafío. Pagó los dos pesos que costaba cada intento y encaró con su metro noventa y sus ciento y pico de kilos al pobre oso que casi muere aplastado. Dicen que, desde ese día, todos le tuvieron respeto o, incluso, algo de temor. No solo por su fuerza sino por la crueldad con la que se revolcaba arriba del pobre animal cuando el cuidador le pedía por favor que lo dejara, que ya había ganado, y le aseguraba que le daría dos pelotas en lugar de una.


Cuando llegué a lo de Nacho ya estaba toda la barra, en su inmensa mayoría hinchas de Boca. La única excepción a la regla era el Ruso Wagner, fanático millonario, que además se había puesto la camiseta de River. Tuvimos que discutir un buen rato hasta decidir si le permitíamos quedarse como estaba o lo obligábamos a sacarse la camiseta. Al final votamos y ganó la propuesta del Turco, que consistía en dejar que el Ruso escuchara el partido con su camiseta pero aclarándole que se tendría que ir cantando bajito y sin decir ni mu en caso que Boca perdiera la copa intercontinental.


El partido fue tan fácil que ni siquiera tuve que abrir mi bolsa de girasoles. A los dos minutos, Boca se puso uno a cero y luego, en media hora, había liquidado el partido. Un tres a cero irremontable.
Cuando el partido terminó, nos pusimos a festejar en medio de la avenida. Un rato más tarde, empezaron a pasar camiones con hinchas que se dirigían a la plaza del centro para festejar el título. El Ruso Wagner no tuvo mejor idea que hacer un gesto fuera de lugar, provocador, ordinario, mostrando esos colores un tanto inoportunos para ese momento. Uno de los hinchas lo vio y ordenó detener el camión. De inmediato se bajaron veinte, treinta tipos, y enfilaron hacia nosotros. No hubo manera de explicarles que éramos todos de Boca menos el Ruso. Empezaron a repartir golpes a diestra y siniestra sin atender razones. El Ruso se llevó la peor parte, lógicamente. Lo tenían entre dos en el suelo mientras otro lo golpeaba en la cara y en el estómago. Nosotros apenas podíamos contener algún que otro golpe, estábamos desbordados, Nacho intentó pedir refuerzos a la barrita que se juntaba en Yrigoyen y 9 de Julio, pero ya no había tiempo, estábamos a la buena de dios.


Tal vez me engañe mi imaginación o el tiempo que pasó desde aquel día, pero yo estoy seguro de que escuché una especie de gruñido. Los del camión también lo deben haber escuchado porque de repente se detuvieron y miraron todos al mismo tiempo hacia la esquina. La humanidad grotesca y al mismo tiempo temible e imponente del Oso se recortaba en medio de la vereda. Los que habían bajado del camión dejaron que se acercara y esperaron que el Oso tomara la iniciativa. Error garrafal. Cuando los tuvo a tiro, el Oso empezó a agitar sus brazos morrudos y largos en todas las direcciones, arrasando con lo que encontrara en su camino. Como un manotazo de ahogado, dos de ellos intentaron coparlo por atrás. Fue ahí cuando nosotros dejamos de mirar la escena, incrédulos, y decidimos participar cubriéndole la retaguardia al Oso. El combate duró muy poco. Uno de los que había bajado del camión, un petiso medio pelado, emprendió la retirada y se trepó a la caja como pudo, el resto lo siguió, ante los gritos guturales y amenazantes del Oso.


El chofer del camión puso primera y aceleró a fondo dejando la avenida inundada por una estela de humo negro. Atrás, en la caja, los que podían, gritaban dale Boca como para disimular un poco la paliza que se habían ligado y la retirada muy poco honrosa que se vieron obligados a poner en práctica.
Nosotros levantamos al Oso en andas y creo que, por primera y última vez en la vida, lo vimos sonreír. Recién en ese momento empezaron a asomarse algunos vecinos, alertados por los gritos, espiando más que asomándose por alguna ventana. Como era costumbre en el barrio por aquel tiempo, nadie llamó a la policía. Tampoco nadie quiso saber lo que había pasado, en esos años no saber nada era mejor. Salvo la señora Leticia, claro, que en cuanto me vio lastimado me llevó hasta la esquina y me metió de prepo en su casa para curarme con un algodón los machucones.


Al día siguiente, las cosas volvieron a ser como antes y el Oso siguió buscando camorra cada vez que alguien de nosotros pasaba cerca. Tiempo después, no sé cómo, el Chato Rodríguez averiguó que el Oso era de River, lo que dejó en nosotros una sensación agridulce.


Darío Felman, Mastrángelo y Salinas anotaron para Boca esa mañana. El lunes todo volvió a la normalidad, nosotros a la escuela, las calles del barrio al terror de aquellos años bastardos de dictadura y plata dulce. La maquinita que se había inventado el Toto Lorenzo apenas si atemperó un poco el frío de aquel horror invisible.


Por suerte el frío, la noche, el miedo y los ilustres teóricos de la plata dulce se fueron unos años después como rata por tirante. El recuerdo del Loco Salinas entrando al área y definiendo a la derecha del arquero, en cambio, quedó para siempre.

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