Opinión / La utopía encarcelada

La detención de Lula, expresidente, en el agudo análisis del olavarriense, Carlos Verucchi.

 

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (carlosjverucchi@gmail.com) / Foto: Francisco Proner 

Resulta al menos curioso, cuando no paradójico, que una disputa que comenzó en Latinoamérica en los años 70 a punta de metralla termine dirimiéndose por un supuesto y nunca probado acto de corrupción.

La situación que por estas horas se vive en Brasil constituye una batalla más de una guerra que comenzó hace mucho tiempo. En los años 60 y 70, en toda Latinoamérica, las masas proletarias se arroparon con las ideologías en boga en aquellos años y salieron a reclamar por sus derechos. El grado de explotación al que eran sometidas justificaba una batalla a matar o morir. Lula da Silva, obrero metalúrgico desde los 14 años, participaba activamente de aquella resistencia contra un sistema que lo había extirpado del colegio para entregarlo, indefenso, al más despiadado mecanismo de alienación. Como en muchos otros países de la región, el establishment no escatimó esfuerzos para frenar aquellas insolentes pretensiones de reivindicación: echó mano a las Fuerzas Armadas y con la complicidad de Estados Unidos intentó justificar dictaduras prolongadas y sangrientas.

Así terminó el joven Lula en la cárcel, al igual que Pepe Mujica en Uruguay y tantos otros en Argentina o Chile. Pero las dictaduras se agotaron, o se pasaron de moda, y algunos de aquellos viejos combatientes, ya en libertad, supieron adecuarse a los mecanismos de la democracia. Y llegaron a ser presidentes. Y cometieron el mayor acto de rebeldía que podía imaginarse: comenzaron a sacar a millones de compatriotas de la pobreza, aplicaron políticas de inclusión, imaginaron un destino de crecimiento para sus países.

El Sistema demoró un tiempo en reponerse. Ya no servían las acusaciones de “vínculos con el poder soviético” o “mentores de ideologías contrarias a la religión y las buenas costumbres” que en otros tiempos habían sido tan efectivas. Luego de algunas vacilaciones el Sistema fue construyendo nuevas verdades para imponer. Y las impuso, ya no por medio de la fuerza, sino por medio de la persuasión. La prensa ayudó a alertar a la opinión pública sobre los peligros de la aplicación indiscriminada y prolongada de políticas populistas, sobre la imposibilidad de sostener aquella situación totalmente novedosa que les permitía comprar una heladera a crédito, mandar a sus hijos a la escuela o, como dijo un célebre apologista argentino de la austeridad (austeridad ajena), comprar un teléfono celular de última generación.

Pero lo más insólito estaba por llegar. Los mismos maestros de la explotación, en su inmensa mayoría evasores de impuestos y en muchos casos contrabandistas, los mismos que durante décadas supieron encontrar los más rebuscados mecanismos para instalar monopolios, para beneficiarse con intrincados acuerdos o contratos con los estados nacionales o provinciales, aquellos que usufructuaron en beneficio propio las riquezas del suelo, los mismos que sin vacilar mandaron al ejército a fusilar obreros o se valieron de técnicas desarrolladas por la mafia para extorsionar a sus competidores, aquellos que pactaron con los enemigos de la nación, muchos de los que en infinidad de oportunidades fueron tímidamente procesados por jueces hastiados de hacer la vista gorda, lograron que la Justicia los acompañara en su más macabro y maquiavélico desafío: poner tras las rejas a sus enemigos por actos de corrupción o, lo que es aún más perverso, por supuesta traición a la patria.

Cuando el lector tenga esta nota delante de sus ojos seguramente Lula estará en la cárcel. La misma opinión pública que toma con naturalidad que un niño deje el colegio para ir a trabajar 12 horas diarias a una fábrica o un ministro tenga cuentas clandestinas en bancos del exterior sigue mostrándose inclemente ante actos de corrupción cometidos por advenedizos. Miles de ascéticos ciudadanos de muchos países de la región saldrán, extasiados, a pedir que el ejemplo se propague sin remilgos, exigirán a la Justicia de sus países que se comporten con el mismo pudor cívico que sus pares brasileros y no descansarán hasta ver a los impostores entre rejas.

Y aquel sueño de rebeldía de décadas pasadas se verá definitivamente “desarmado” y encarcelado.

Y el escarmiento tronará, entonces, indefectible y definitivo…

 

 

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