Las otras “víctimas” del show del Indio Solari: su papá viajó a ver a su ídolo y nunca más volvió


Una nota de Mariano Gavira / Fotos: Juan Tesone

En el mismo momento en que a Juan Francisco Bulacio lo sacaban muerto entre la multitud como a un bulto, el Indio Solari entonaba desde arriba del escenario su cuarta canción de la lista en aquella noche trágica de Olavarría. Ropa Sucia, era el tema musical que sonaba en ese instante:

Vivir, solo cuesta vida
Ahora! Ya mismo! Puedo ajustar un guión de ropa sucia
Ropa sucia, Fuera! Ahora mismo!
Ropa sucia, Fuera!

“Todo el tiempo pienso en él -dice Mariana, su viuda-. En la forma en la que murió, en como casi nadie hizo nada para ayudarlo. En cómo el recital siguió sin importar lo que pasaba. Pienso en su voz gruesa y sus abrazos que me apretaban y me hacían sonar los huesos. En que se fue y no pudo conocer a mi hijo, su nieto, Liam, que tiene un año y medio”.

Pasaron tres años desde que el Indio Solari se presentó en un show por última vez. Fue en esa trampa mortal del Predio Rural La Colmena el 11 de marzo de 2017. Allí fallecieron dos personas, tanto Javier León (42) como Juan Francisco Bulacio (36) murieron por asfixia. Apretados en una multitud que superaba lo permitido en el lugar: se estima que esa noche había allí más de 200 mil personas, aunque la habilitación era para unas 155.000.

Acurrucados en una humilde casa de Garín, provincia de Buenos Aires, la familia de Juan Francisco espera que las agujas lentas de ese reloj que se llama Justicia empiecen por lo menos a moverse un poco. Ya con el ex frontman de Los Redonditos de Ricota liberado de culpa y cargo por lo que ocurrió, la mujer, los cuatro hijos y los dos nietos de Bulacio atinan, por lo menos, a que no se olviden de él.

Hoy, todavía sin fecha de inicio de juicio, los únicos imputados son los productores del show, los hermanos Marcos y Matías Peuscovich y también Gustavo Zurita, otra persona vinculada a la organización del recital. Los tres acusados por el delito de homicidio culposo y lesiones culposas que prevé una pena de hasta cinco años de prisión y una mínima de un año, lo que transforma el delito en excarcelable.

Mariana, la viuda, cuenta los últimos momentos en que vio a su marido como una secuencia fotográfica. Cuando Juan Francisco le dio el beso de despedida, cuando le mostró la foto del Indio Solari que tenía en el celular (“Me voy a ver a mi ídolo”, le dijo), cuando el colectivo lo pasó a buscar el viernes a la noche, después de un día de trabajo en la metalúrgica. “Yo estaba enojada con él, me dio un beso y se fue. Pero se me pasó, él estaba feliz. Ahora escucho su voz en los mensajes de Whatsapp, es como si…”. Llora, no puede seguir.

Micaela, su hija, la ayuda y llena ese momento de silencio que se hace eterno: “Mi papá tendría que haber vuelto de ese recital. Tendría que estar acá con nosotros acompañándonos, viendo como crecen sus hijos y sus nietos”.

Por el comedor corretea también Mía, la otra hija de Micaela que hoy tiene seis años. Desde su inocencia y con el impulso de querer hablar con Clarín, lanza: “Mi abuelito no puede bajar del cielo porque le pisaron las manos”. Mariana le pide que no se meta, que se vaya: “Es difícil explicarle bien lo que pasó. Ella por ahora lo entiende así. Pero es muy duro para todos, porque no tenemos nada de qué agarrarnos para tener un poquito de paz”.

Entre las dos mujeres todavía retumba en sus cabezas el instante en que se enteraron de que Bulacio era la segunda víctima fatal del recital. Como no llevaba los documentos encima, las pericias tardaron más de 24 horas en reconocer de quién se trataba.

“Había viajado con compañeros de trabajo. Pero ellos después nos contaron que entre la multitud se separaron y por eso casi todos volvieron solos, como pudieron, porque Olavarría era un descontrol. No había señal de celulares y nada funcionaba. El recital fue un sábado y el domingo al mediodía ya habían vuelto todos, menos mi marido”, comienza en ese relato que aún hoy le genera escalofríos. “Yo sabía que de alguna manera él iba a volver, por eso el lunes me levanté a la mañana y le preparé la camisa y pantalón para que cuando llegue se vista y vaya a trabajar”.

Las horas transcurrían, pero no llegaba. En las primeras horas de ese lunes la noticia llegó en modo de placa roja en un canal de televisión. No hubo llamado por parte de ninguna autoridad, nadie que trabajaba en la investigación, tampoco algún profesional de la salud se comunicó para darle la información. “La segunda víctima se llama Bulacio”.

Esa porción del mundo se derrumbó de un momento al otro. Camila cuenta que empezó a gritar en cuanto vio el apellido en la tele. La casa se transformó en un desconcierto. Mariana a esa altura había salido y deambulaba sin destino buscando una explicación.

Esa misma noche un cordobés que estuvo en el recital escribió en su perfil de Facebook cómo vio morir a una persona en medio del pogo. Sin saberlo, lo que relató y su descripción de lo que vivió fue clave para la investigación, ya que se transformaría luego en un testigo fundamental de la muerte de Juan Francisco.

En su declaración judicial, Matías L. narró lo que sus ojos incrédulos registraban:

“El predio fue una trampa mortal. Había mucha gente, era incontenible. A tres metros veo que una persona tiembla y se desvanece. Intento levantarlo porque lo pisaban como un trapo, pero fue imposible. Intentamos entre varios pero no podíamos, la avalancha de la gente era mayor a nuestra voluntad. Te daba miedo. Empecé a gritar, intentar llamar la atención de la gente de seguridad. Muchas personas se caían todo el tiempo. El Indio vio lo que pasaba, y si no lo vio él tendría que haberlo visto los músicos. Podrían haber sido muchas más las muertes”.

Un mes más tarde Clarín visitó el predio y allí todavía quedaban paquetes de cigarrillos, tapitas y miles de latas, envases de vino en cartón, botellas de vidrio enteras y destruidas. Gomitas de pelo, breteles de corpiño, mochilas, gorros, muchas zapatillas (todas de un solo pie y diferentes), anteojos de sol, crema para las manos, preservativos usados, un cepillo de dientes violeta, una toalla. Billeteras, monederos, documentos, varias SUBE, tarjetas de crédito, un paraguas, paquetes de pañuelos descartables, encendedores y entradas para el recital sin cortar. Una alfombra de objetos perdidos. Símbolos del desastre.

Uno de esos objetos que fue recuperado y la familia lo atesora como lo único que volvió de Olavarría, es el chaleco negro que ​Juan Francisco usó en el recital y que llevaba puesto cuando quedó apretado, sin poder respirar, entre tantos cuerpos transpirados.

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