Rompan todo

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Se estrenó esta semana en la plataforma Netflix la esperada serie sobre Rock Latino “Rompan todo”. La serie, de 6 capítulos de 45 minutos cada uno, se enfoca más bien en el rock latino cantado en español, ya que el rock brasilero queda totalmente exceptuado.


La serie no es mala, aunque el sólo hecho de que un gigante como Netflix se ocupe del rocanrol podría producir urticaria en aquellos que siguen concibiendo al rock como una herramienta anti sistema, como un instrumento capaz de mostrar el costado denigrante de la sociedad actual.
Llama la atención que el premiado músico argentino Gustavo Santaolalla aparezca en los títulos como productor ejecutivo de la serie y luego, cada cinco minutos, vuelva a aparecer en escena como uno de los músicos entrevistados en ese repaso que la serie propone en relación a la historia del rock en América Latina. Santaolalla sería, de este modo, una especie de árbitro que a lo largo de los capítulos va determinando quiénes merecen estar y quiénes no en el listado de músicos o bandas más destacados.
La historia tiene dos epicentros bien definidos: México y Buenos Aires. Sin embargo, a medida que transcurren los capítulos, el peso de Buenos Aires como motor del desarrollo del rock en español se va imponiendo indefectiblemente y el pretendido equilibrio inicial se rompe.


“Rompan todo” no es (tal vez ni siquiera se lo proponga) la historia del rock latino. Es apenas una de las tantas historias que podrían escribirse sobre esa movida cultural, modelada, como ya se dijo, en virtud de las preferencias musicales o económicas de Gustavo Santaolalla y, por sobre todas las cosas con una impronta netamente vinculada al éxito de cada banda medido en términos de cantidad de discos vendidos o estadios de fútbol colmados en recitales. Para que quede claro, Miguel Mateos se lleva unos cuantos minutos de uno de los capítulos mientras que Pappo, por ejemplo, apenas es mencionado como al pasar, el flaco Spinetta, Sumo, o los Redonditos de Ricota no tienen en la serie, ni remotamente, un espacio proporcional al impacto o la influencia que tuvieron sobre bandas posteriores.


Si algún acierto tiene la serie es mostrar perfectamente el punto de inflexión entre aquel rock primigenio del que hablábamos (ese rock entendido como herramienta para resistir a gobiernos de facto o para poner en evidencia ciertos rasgos grotescos de la sociedad burguesa) y el nuevo rock, el rock más reciente, el rock de la MTV o de las grandes compañías discográficas. Ese punto de inflexión se da en el momento exacto en que la Sony descubre que Soda Stéreo también vende en Chile y en México, y que por lo tanto detrás de la banda se escondía un negocio monumental.


La historia se va construyendo a partir de un imaginario diálogo entre los distintos músicos que fueron entrevistados. Entre los músicos argentinos se destaca, además de Santaolalla, la participación de Andrés Calamaro, Litto Nebbia, Fito Páez, Charly García, Ricardo Mollo, Spinetta y quien da título a la serie, el famoso y legendario Billy Bond, ahora convertido en empresario y productor.


Fue justamente en el Luna Park, durante la eufemísticamente denominada Revolución Argentina, donde Billy Bond ordenó a sus fieles seguidores romper todo como respuesta al hostigamiento policial. Exabrupto que originó una de las revueltas más exacerbadas de esos años, con su consecuente, y no menos exacerbada, represión policial.


En el primer capítulo de la serie hay un esfuerzo por mostrar vínculos entre el rock de fines de los sesenta y la música que proponía Sandro, o con ciertas manifestaciones culturales que se difundían en un programa televisivo llamado “El club del clan”. Sin embargo, nada tuvieron que ver Sandro o Palito Ortega con lo que posteriormente se denominó rock nacional. El rock nació (más allá de las semejanzas que pudiera tener en lo estrictamente musical con otros géneros) cuando Tanguito gritó el desencanto que le producía una sociedad en la que no había lugar para sus inquietudes, cuando Manal denunció la frivolidad de la obediente clase media porteña o cuando Almendra comenzó a explorar una poética totalmente nueva y audaz. Y empezó a morir cuando las bandas reformularon esa poética, obnubiladas por el éxito de Soda Stéreo, para que sus letras fueran más “digeribles” en otros países hispanoparlantes y sus discos tuvieran así más probabilidades de penetrar en mercados internacionales.


En el capítulo final de la serie se sugiere la posibilidad de que el rock, como movida cultural, haya ingresado en un proceso de decadencia irreversible. La caricaturesca imagen que muestran algunos experimentados músicos mexicanos que aparecen disfrazados de rockeros, la insistencia de Santaolalla por hallar nuevos talentos que aseguren buenos dividendos o la imagen de yuppie que ostenta en el presente el otrora rebelde Billy Bond, alientan esa presunción.


Tal vez ocurra con el rock algo similar a lo que ocurrió con el tango. Si así fuera sólo resta esperar que aparezca en escena su Piazzolla.

No pretendemos con esta crítica intimidar al lector para que no vea la serie. Por el contrario, el recorrido a través de los más de 50 años que el rock en español tiene de vida, ofrece algunos momentos interesantes y, sobre todo, algunos testimonios que vale la pena escuchar.

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