Forro el que no lea esto

Escribe Carlos Verucchi para En Línea Noticias.


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

“Puto el que lee esto” titula Roberto Fontanarrosa uno de sus relatos, poniendo de manifiesto de ese modo una gratuita y certera injuria a cualquier potencial lector. El agravio, uno de los más efectivos que puedan concebirse en una sociedad educada en el machismo y la homofobia, más que ofender, en este caso, apela a la curiosidad y al morbo de ese posible lector que a través de un título decide leer o no un texto.

La insolencia de Fontanarrosa remite al más temerario “Maldición eterna a quien lea estas páginas” de Manuel Puig. Título que aleja de inmediato a cualquier lector supersticioso o ingenuo, y que me obliga, por primera vez desde que comparto con ustedes esta columna, a mencionar un libro que no leí ni leeré jamás.

Es muy común que los escritores apelen a artilugios como éstos para despertar curiosidad. No sólo en el título sino también en el desarrollo de un texto, las expresiones completamente fuera de lugar o las groserías son utilizadas, en ciertas ocasiones, para dar un efecto terminante y certero a ciertos pasajes de una narración.

Liliana Heker, en su reciente ensayo “La trastienda de la escritura”, hace referencia a casos famosos como el final de la novela de García Márquez “El coronel no tiene quien le escriba”. El texto de García Márquez, publicado en 1961, finaliza con la respuesta lacónica y audaz del coronel que, ante la inquietud de su esposa respecto a qué comerían luego de comprobar que el gobierno se había olvidado por completo de su antiguo héroe, responde con un certero “mierda”. Y cabe aclarar que en este caso la habilidad del escritor no consiste en haber usado una palabra que todos usamos con frecuencia sino en haber sido capaz de anteponerle unas ciento cincuenta páginas de modo tal que al llegar al final, nada resultara más efectivo y conmovedor que ese remate en apariencia grosero.

La misma Heker agrega como ejemplo de desplante literariamente valioso el famoso “rajá, turrito, rajá” de Roberto Arlt en “Los siete locos”. Aquellos que conozcan el lunfardo porteño, saben que no hay nada más humillante que el uso del diminutivo en un insulto o la repetición del rajá al final de la frase como muestra de cierta chabacanería en el personaje que habla de ese modo. Después de que Ergueta responde a Erdosain, delante del mozo del bar, con una frase de este tenor, el autor ya no necesita decir nada más para que el lector sienta la humillación a la que fue sometido el personaje de la novela que está leyendo.

La incorporación de lenguaje coloquial en un texto literario suele ser efectiva cuando resulta novedosa. Enrique Medina publicó “Las tumbas” en 1972. La novela utiliza el lenguaje crudo y despiadado de los institutos de menores de Buenos Aires, los famosos “reformatorios” de los que nadie hablaba, y más despiadado resulta aún ese lenguaje cuando el lector pone expresiones para nada inocentes en boca de adolescentes y niños. En ese caso el autor no sólo intenta reproducir, a través del lenguaje, la crueldad de esos institutos (que en realidad terminaban por condenar a sus internos a la delincuencia en lugar de recuperarlos) sino también sacudir a una sociedad educada en el cinismo de las fuerzas represivas y de la iglesia durante muchos años. Medina publicó muchas otras novelas posteriores valiéndose de aquellas mismas herramientas literarias que lo habían llevado el éxito, sin embargo, ya nunca más recobró la notoriedad que le habían otorgado la originalidad y el “pegar en el momento justo” con lo que el lector y la sociedad necesitaban.

En la literatura argentina actual se manifiesta cierta tendencia al uso indiscriminado de la grosería. El problema es que después de la grosería no queda nada. Sólo se puede usar una vez. Sólo es efectiva cuando sorprende al lector y lo sacude, lo saca del ritmo que llevaba un relato y lo despierta en el momento justo.

Muchas escritoras jóvenes, tal vez en mayor medida que los hombres (y con esto no pretendo establecer diferencias de género sino señalar que también en la literatura se observa un apreciado esfuerzo por alcanzar una igualdad que la sociedad le ha negado a las mujeres históricamente), parecen competir para saber quién es capaz de escribir la grosería más contundente. La premiada Mariana Henríquez utiliza esta herramienta en las narraciones de “Los peligros de fumar en la cama”. En el momento menos pensado acude al más osado y soez vocablo que pudo encontrar para mencionar al miembro masculino durante una práctica de sexo oral entre dos protagonistas. El modo casual, como al pasar, con que la protagonista (el cuento está narrado en primera persona) hace alusión a la práctica sexual mencionada, constituye una de las situaciones más conmovedores que me ha ofrecido la literatura en los últimos tiempos, no tanto por la palabra en sí misma sino por el perfil que la autora había dado previamente a la protagonista. Con una sola frase, Henríquez le da un giro vertiginoso a la impresión que el lector se había hecho del personaje, en medio renglón es capaz de hacernos repensar todo el texto y todo el significado de la historia que narra. Pero cuando la autora intenta repetir el artilugio en otros cuentos posteriores, ya no resulta efectivo. El lector está prevenido, la sorpresa ya no juega como aliada del narrador.

Selva Almada, en sus excelentes novelas, incluye también definiciones brutales (sobre todo para los habitantes de estas latitudes) sobre lo que antiguamente los escritores tradicionales mencionaban como coito o fornicación. Logra hacerle sentir al lector una cosquilla y un sentimiento especial y grato. Pero otra vez, cuando intenta repetirlo el artificio ya no funciona, ya se ha gastado y no sólo no produce el mismo efecto que la primera vez sino que se percibe como desubicado, fuera de lugar.

Gabriela Cabezón Cámara lleva a un extremo insospechado ese juego. En “Las aventuras de la China Iron” narra un encuentro sexual entre dos mujeres. Apela directamente a la descripción pornográfica de la escena. No elude los detalles, una clara mimetización con la escena que narra se compromete en ella y hace que la desarrolle ya no como autora sino como protagonista.

Cada lector tendrá sus preferencias y desde esta columna ya hemos sugerido y recomendado la lectura de la novela última de Cabezón Cámara. En el caso de quien escribe, y tal vez por una cuestión generacional o por prejuicios incorporados a lo largo del tiempo, la crudeza con la que se narra el encuentro amoroso de la China Iron con su amante se presenta algo sobreactuado, rayando incluso lo desagradable e incómodo. La audacia de la descripción y el vocabulario utilizado superan holgadamente cualquier diálogo que uno pudiera imaginar entre dos hombres en la popular de la chancha de Boca.

Gracias por haber llegado, estimado lector, hasta el final de esta nota, y felicitaciones por haber logrado escapar, de tal modo, a la estigmatización que le da título.

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