La guerra que nadie nos contó
Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Pocos meses antes de la invasión a Malvinas, la Fuerza Aérea Argentina compró a Francia varios aviones Super Étendard, de última generación, capaces de lanzar misiles Exocet. Los misiles Exocet podían ser lanzados a 40 kilómetros del objetivo y tenían un sistema de radar que, en las proximidades del blanco, podían localizarlo con exactitud y corregir la dirección de manera tal de dar de lleno sobre él. El contrato estipulaba una cantidad importante de aviones y de misiles que se irían entregando escalonadamente. Cuando el gobierno argentino insinuó al de Estados Unidos una posible invasión a las islas, Estados Unidos le prohibió de inmediato a Francia que la venta de aviones se concretara. A esa altura, si bien habían llegado ya al país dos aviones y cinco misiles, no estaban aún operativos ya que Francia enviaría a último momento el detalle de los parámetros del sistema de control de los misiles.
En base a esa información, suministrada por el gobierno de Francia, la flota inglesa llegó a las islas con la certeza de que los misiles no estaban operativos. Sin embargo, gracias a un artilugio que Marcelo Larraquy revela en “La guerra invisible”, Sudamericana 2020, la Fuerza Aérea logró poner en funcionamiento sus Exocets y con uno de ellos hundió el Sheffield (primer barco de guerra perdido por Gran Bretaña desde la Segunda Guerra Mundial) el 4 de Mayo, es decir tres días después de iniciada la Guerra de Malvinas. Ante este imprevisto, el pánico se apoderó de los ingleses, la información suministrada por Francia ya no era confiable y no había certezas de que Argentina sólo tuviera en su poder cinco misiles. Aunque, aún así, con sólo cinco misiles la guerra podría decidirse en su favor.
En un acto desesperado, Margaret Thatcher (en contra de las directivas expresas de la ONU y de la súplica de su aliado Ronald Reagan), decide enviar un comando al continente para atacar y dar muerte a los altamente calificados pilotos de los Étendard, supuestamente alojados en Río Grande. (Es importante destacar aquí que el primer día de iniciada la guerra, los británicos inutilizaron a fuerza de bombardeos las pistas de aterrizaje de Puerto Argentino, con lo cual, todas las operaciones aéreas argentinas debían partir de Río Gallegos o de Río Grande.)
El plan de los ingleses era tan sencillo como temerario y suicida. Un grupo de asalto, formado por ocho hombres al mando del Teniente Andrew Legg, descendería en paracaídas unos veinte kilómetros al sur de Río Grande, base desde la cual despegaban los Étendard. Su misión era encontrar la pista de despegue e identificar sus coordenadas para que, posteriormente, aviones británicos pudieran tomarla por asalto. Ni bien desplegó su paracaídas en la gélida noche de Tierra del Fuego, el teniente Legg vio que el cielo se iluminaba repentinamente por la acción de decenas de bengalas. Se supo, o se sintió, descubierto. Una vez en tierra, en lugar de avanzar hacia el objetivo buscó esconder a su patrulla en un lugar seguro. Al cabo de unos días se atrevió a avanzar hacia Chile. Pasada la frontera se dirigió a Punta Arenas y se presentó ante la policía. Luego fueron trasladados a Santiago y desde allí a Londres con pasaportes falsos.
De ahí en más, la historia de los Étendard y del teniente Leeg se parece mucho a una historia de espionaje propia de la Guerra Fría. Larraquy maneja con perfección el recurso de la intriga y del suspenso. A punto tal que su libro es más una novela que un ensayo.
Pero más allá de esa historia apasionante, digamos, y sin intención de develar el final, que Leeg abandonó o fue expulsado del Ejército Británico por haber abortado su misión de manera arbitraria. Aprovechó que tenía un master en matemáticas y se dedicó a la docencia por el resto de su vida, cambió la guerra por el aula. Una vez jubilado se decidió a contar esa extraña aventura de unos pocos días en tierra argentina, aventura que, de haberse descubierto, hubiera volcado el conflicto hacia el lado argentino por vía diplomática.
Larraquy nunca pudo confirmar si Leeg fue realmente descubierto por una patrulla argentina cuando descendía al sur de Río Grande. Tampoco se anima a conjeturar qué habría pasado con la guerra si la Fuerza Aérea hubiera podido completar su partida de Súper Étendard. Más allá de esas omisiones, más que justificadas, escribe un libro apasionante, de esos que no pueden dejar de leerse hasta dar vuelta la última página.
En el medio de la historia el autor vuelve sobre viejos supuestos. Sobre sospechas que ahora, a casi cuarenta años de los hechos, quedan completamente aclaradas: la complicidad de Chile con los británicos, la desproporcionada ingenuidad de Galtieri al suponer que Estados Unidos iba a priorizar al apoyo argentino a la lucha contra el comunismo en Latinoamérica en detrimento de Gran Bretaña, su aliado histórico.
Si algo queda claro después de leer el texto de Larraquy es que una guerra, cualquier guerra, únicamente resulta posible a partir de la conjunción de dos hechos aberrantes pero no por eso infrecuentes: la idiotez ilimitada de uno de los bandos y la idiotez desmedida del otro. “La guerra invisible” es un libro necesario. Permite dejar atrás un momento oscuro de nuestra historia y empezar a verlo desde otra perspectiva. Nos cuenta una guerra hasta ahora desconocida por la mayoría de los argentinos. Porque tal vez la guerra no haya sido solo improvisación, locura y arrebatos de trasnochados. Tal vez haya habido un pequeño resquicio por donde el heroísmo pudo filtrarse. El autor rescata ese costado heroico que por mucho tiempo quedó escondido detrás de las acciones bochornosas de tantos canallas y traidores. Bastan los héroes que Larraquy recuperó, después de muchos años, para comprender que Malvinas también significó un pretexto para que muchos argentinos evidenciaran un incondicional amor por la patria.
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