Libros | A los futuros lectores

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias ([email protected])

Íbamos a tercer año de la escuela industrial cuando la profesora de castellano nos pidió que leyéramos Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez. Antes de que la profe terminara de anotar en el pizarrón el nombre del libro ―que debíamos leer en no más de quince días― el Flaco González, mi compañero de banco, me pegó un codazo y guiñándome un ojo me hizo el gesto de que no me preocupara.

En la clase de carpintería me explicó que él, tiempo atrás, había visto en la tele una película sobre Juan Moreira y que no valía la pena ponerse a leer las casi 300 páginas del original. Al principio dudé, pero la letra pequeña del voluminoso ejemplar que me dieron en la biblioteca hizo que la propuesta del Flaco se volviera tentadora.

Un día antes del examen nos encontramos al atardecer en el bar que está en Gral. Paz y Vicente López. Al Flaco le alcanzó el tiempo que tardamos en tomar un par de cervezas para relatarme la película sobre Juan Moreira que aún conservaba fresca en su memoria. Cuando terminó su relato no pude evitar cierto remordimiento por no haber leído el libro, la historia que acababa de escuchar me había gustado mucho y sospechaba que el libro escondería detalles que a la película, y más aún al Flaco, se le habrían escapado.

Al día siguiente, en la primera hora de clase, llené tres carillas con las aventuras del famoso gaucho y se las entregué a la profesora con un gesto de suficiencia y tranquilidad al intuir que obtendría una buena nota en el examen. Nota que además me permitiría levantar el promedio después del cuatro que me había sacado cuando nos tocó el Martín Fierro que, obviamente, tampoco leí.

Nunca supe si el propósito de las profesoras de castellano era incentivar tempranamente la lectura o disuadirnos para el resto de nuestras vidas de acercarnos a cualquier libro. No conozco ningún caso de alguien que haya cultivado el hábito de la lectura ―permítame el lector el abuso de lugares comunes― a partir de ese impulso que pretendían darnos en la escuela.

Después de Juan Moreira nos pidieron que leyéramos El Túnel, de Ernesto Sábato, Don Segundo Sombra, de Güiraldes, y Rosaura a las diez, de Marco Denevi. Pero el golpe mortal lo dio la profe de cuarto cuando nos tiró, así, de sopetón, Guerra y Paz… Nunca un libro de Osvaldo Soriano o un cuento de Cortázar, mucho menos novelas como El guardián entre el centeno o La conjura de los necios ―aunque no creo que en aquel tiempo ya estuviera traducida al español―, las que seguramente habrían fomentado en nosotros esa tan incómoda pero necesaria rebeldía adolescente.

Debo reconocer que de adulto leí con agrado el Juan Moreira de Gutiérrez y le agradecí al Flaco González haberme impedido leerlo cuando seguramente no me hubiese gustado. Es que, como decía Borges, la lectura sólo tiene sentido cuando es placentera. Si un libro no nos gusta, lo mejor es dejarlo por un tiempo y esperar a que esa mágica comunión que se establece con el lector se manifieste de manera espontánea.

Pero no había lugar para el placer en aquellos años en los que la dictadura languidecía lentamente. Tal como ocurría afuera de la escuela, la enseñanza tenía que ser a garrotazos, había que leer y punto.

Como confiesa Alejandro Zambra en su interesantísimo ensayo No leer, los profes tenían sus trucos a la hora de evaluarnos. Trucos que estimulaban prácticas totalmente antipedagógicas entre los estudiantes. Tal vez para verificar el grado de atención que poníamos en nuestras lecturas, había siempre en los exámenes una pregunta sobre los personajes secundarios. Cuanto menos importante era un personaje, mayor probabilidad había de que tuviéramos que describirlo. Esto lógicamente nos llevaba a prestar atención en aspectos justamente secundarios de la trama y desviarnos de lo esencial.

Tal vez no leer cuando se nos imponía la obligación de hacerlo era también un acto de rebeldía, una minúscula y heroica manera de resistir, como sacarnos la corbata inmediatamente después de entrar al aula o cantar a escondidas en los recreos La marcha de la bronca.

El caso es que una semana después de la prueba la profesora de castellano me tiró las tres carillas arriba del banco casi con desprecio. El dos brillaba en rojo, bien arriba y a la derecha de la primera página de mi ensayo y enmarcado en un gran círculo. Abajo, y en letra más pequeña, una leyenda aclaraba que el examen había sido sobre la novela de Gutiérrez y me aconsejaba, al mismo tiempo, guardar mi monografía para cuando la prueba fuera sobre películas de Leonardo Favio.

Para no llevarme castellano ese año tuve que aprenderme de memoria la conjugación de todos los verbos irregulares. Un par de años después nos recibimos de técnicos electromecánicos. Al Flaco no volví a verlo nunca más, aunque, a veces, debo confesar que pongo en práctica algunos de sus artilugios.

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