Opinión | Aquellos años oscuros

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias ([email protected])
En el grupo de WhatsApp de los egresados de la Escuela Industrial, entre videos de mujeres desnudas, gastadas futboleras y típicos chistes de viejos verdes, suelen entreverarse opiniones políticas de distinta tendencia. Más de una vez aparecen comentarios racistas y xenófobos. Pareciera que no hay peor insulto que el de negro choripanero o el de peroncho al que no le gusta laburar y necesita de un plan social para poder mantener a sus ocho hijos. Hay, incluso, y como en todas partes, apologistas de la dictadura y defenestradores seriales de toda política de derechos humanos.
Cuando cursábamos el Industrial, en la década del 80, teníamos una materia que se llamaba Formación Moral y Cívica. Las enseñanzas sobre moral eran consideradas de suma importancia por las autoridades, excedían las horas propias de la asignatura y se prolongaban en imposiciones más generales, como la prohibición de usar el pelo largo o la obligación de mantener una actitud casi marcial frente a los símbolos patrios. Incluso recuerdo clases en las que el profesor de Matemática nos explicaba las consecuencias nocivas que podía tener en nosotros la práctica sostenida de la masturbación.
Las enseñanzas, de algún modo, eran efectivas. Cada vez éramos menos los que, en los recreos, nos atrevíamos a escondernos en el sótano a escuchar las canciones de Pedro y Pablo o de Piero que el Negro Álvarez cantaba acompañado de una guitarra desafinada.
Lo que a formación cívica se refiere resultaba algo más complejo. Nos hacían estudiar un librito donde se explicaba, por ejemplo, que a los presidentes se los elegía mediante el voto de todos los ciudadanos o que la cámara de diputados representaba al pueblo y la de senadores a las provincias. Eso sí, en ese momento las puertas del Congreso estaban cerradas bajo cinco candados, pero igual era bueno que lo supiéramos. Tal vez esa organización política que había ideado Alberdi tiempo atrás podía entrar nuevamente en vigencia algún día y, en tal caso, debíamos estar preparados para ejercer con responsabilidad el derecho del voto.
Formación Moral y Cívica e Historia eran dictadas por dos hermanas solteronas de apellido ilustre. Una de ellas nos confesó un día que era dirigente del Partido Conservador (sí, en el año 83 todavía existía el Partido Conservador). La otra hermana, más sutil, ya que nunca necesitó decirlo abiertamente, se las ingeniaba para que todos supiéramos que formaba parte de la Sociedad Rural.
Cuando ya casi despuntaba la democracia, en el 83, el curso de Metalurgia de cuarto año empezó a dictarlo un joven estudiante de ingeniería. Inmediatamente, entre las profesoras y los profesores más viejos, comenzaron a circular señales de alarma. Parece que este muchacho era hermano de un supuesto subversivo (en aquellos años esa palabra aún era de uso corriente). El escándalo llegó hasta las autoridades del colegio y, al día de hoy, nadie sabe con qué argumentos el Director pudo apaciguar los ánimos y sostener el nombramiento.
Para nosotros, en realidad, era una ventaja. Siempre buscábamos la descalificación de los profesores. Un profesor descalificado, ya fuera por subversivo, por autoritario, por alcohólico o por lo que fuera, no merecía nuestro respeto y por lo tanto sus calificaciones perdían legitimidad. Si ése chanta que en vez de darnos clase se la pasaba hablando de fútbol todo el día, nos ponía un dos en la libreta, no nos molestaba. Teníamos argumentos no sólo para justificar el aplazo sino también para sentirnos orgullosos de él.
Por eso el profe de Biología era el más temido de todos. Con él no había atenuantes. Era un médico prestigioso que ocupaba un cargo importante en el Hospital Municipal, cargo que debía desatender por unas horas justamente para enseñarles biología a futuros técnicos. Para nosotros era simplemente el Viejo de Biología. Tenía una conducta intachable, era recto como una bandera al viento, daba buenas clases, nos hacía estudiar todos los días y nos sometía a una disciplina espartana. Cuando tomaba lecciones orales, el aula se convertía en un sepulcro. Recorría con el dedo la lista de alumnos registrados en la libreta de calificaciones y se demoraba en mencionar al elegido para pasar al frente. Durante esos segundos interminables, todos transpiraban de los nervios, menos el Flaco Vigo y yo: por cuestiones alfabéticas estábamos, en la libreta, sobre el lado del revés de la página, a salvo.
Durante mucho tiempo nos esforzamos por encontrar también en él algún rasgo descalificador. El Negro Álvarez intentó hacer circular la versión de que el Viejo le pegaba a la esposa pero no prendió, cualquiera podía intuir que detrás de esa fachada de severidad había un ser pacífico que no era capaz de matar una mosca. Pero sin embargo iba a llegar el día en el que el Viejo mostraría la hilacha. Fue en el momento menos pensado.
El Negro me pasó a buscar bien temprano esa mañana, como todos los días. Lo noté algo excitado. Teníamos casi treinta cuadras en bicicleta hasta la escuela, en el camino me fue contando. No recuerdo de dónde había sacado la información pero antes que nada me avisó que no debía preocuparme por la lección de Biología, el Viejo no iría por un tiempo a la Escuela. Se había incorporado como voluntario al Ejército Argentino que acababa de recuperar las Islas Malvinas, me aseguró.
Para la mayoría de mis compañeros, ese día el Viejo terminó de consolidarse como un héroe, aún después de que nos enteráramos de que su solicitud había sido lisa y llanamente ignorada y al día siguiente ya estuviera otra vez dando sus clases. Para el Negro Álvarez y para mí, sin embargo, fue un alivio. Ahora podíamos llevarnos tranquilamente Biología a marzo. A fin de cuentas, el Viejo, con su rapto de patrioterismo, se volvía cómplice de un ejército torturador. Y era, por consiguiente, tan ridículo como las hermanas de apellido ilustre o el profe de Matemática que nos sugería darnos una ducha de agua fría antes de caer en la tentación en la que había caído Onán. Un verdadero payaso, en definitiva.
Puedo parecer demasiado indulgente con mis amigos de WhatsApp que adoptan posturas extremas, pero de algún modo los entiendo. No todos tuvieron a un Negro Álvarez que, entre pedaleada y pedaleada, los ayudara a contar los días que faltaban para que los milicos se fueran de una vez por todas. No todos se animaron a bajar al sótano a tararear canciones de Piero. No todos sienten, treinta y pico de años después, que de algún modo aportaron su minúsculo y anónimo granito de arena para que aquel librito que nos hacían estudiar por si acaso, volviera a tener vigencia.
El Partido Conservador ya no existe, al menos con ese nombre. El librito sigue vigente y a esa vigencia hay que pelearla día a día, defenderla con las tripas. Como por ejemplo el domingo que viene, cuando tengamos que votar. Aunque todavía pretendan, algunos, atemorizarnos con el argumento de que debemos ser serios y responsables frente a la urna.
Después de egresar del colegio, al Negro Álvarez no lo volví ver. El profe de Matemática, por suerte, se jubiló poco tiempo después.
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